El dictador genocida

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25 oct 2019 / 10:52 h - Actualizado: 25 oct 2019 / 10:54 h.
"Francisco Franco"
  • Francisco Franco. / EFE
    Francisco Franco. / EFE

Cuando unos energúmenos interrumpen la proyección de la obra de Alejandro Amenábar Mientras dure la guerra, podríamos pensar que son elementos residuales de un pensamiento deleznable o hasta una performance publicitaria, pero no es así. Frente a un relato con bastante equidad en la narración de hechos y centrado en la interesante y contradictoria figura de Unamuno, en el ADN de ciertos ciudadanos siguen calientes las ascuas de la sinrazón. Escuchar indignado a Juan Chicharro de la Fundación Francisco Franco, citando a Antonio Machado la mañana en la que se realiza la exhumación del dictador, es de un cinismo repulsivo. La propia legalidad de esta asociación parecería inconcebible en cualquier país democrático, pero nuestro terruño es así de rancio y desconsiderado. Junto a la familia del criminal, la chulería hipócrita no tiene fin, desde todos los obstáculos legales que se han interpuesto, el intento de sacralizar y enaltecer un nuevo enterramiento en la Almudena, pedir honores militares y de jefe de estado, o seguir su litigio e inquina pretendiendo ampararse incluso en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.

La representatividad que tiene esta ideología en la sociedad española parece haberse subestimado y aunque hoy formalmente quedaría relegada a nostálgicos de edad avanzada y brazo en alto, parece que recibe el testigo un partido ultraderechista como VOX, que con miembros conectados familiarmente a dicha fundación, pudiera aumentar sus escaños en las próximas elecciones, por lo que es interesante testear las amistades peligrosas y contradicciones que se producen en ese entorno.

Nuestra inmaculada monarquía actual se recompuso con un reconocimiento por el rey Juan Carlos I de las virtudes y los principios del Movimiento Nacional, y mientras en la actualidad hay simpatizantes abiertos como Luis Alfonso de Borbón o discretos como Felipe Juan Froilán, no debe hacernos olvidar figuras anteriores como la de Juan de Borbón, quién pidió expresamente a Franco luchar en la contienda civil por el bando nacional, lo que nos recuerda la clara participación de monárquicos en el Golpe de Estado de 1936 (Cf. Ángel Viñas), pidiendo ayuda militar al fascismo italiano en un intento de establecer un nuevo dueto de rey y dictador en forma de Alfonso XIII (o su propio hijo) junto a Sanjurjo y Calvo Sotelo, alla maniera Víctor Manuel II y el Duce. El destino, la baraka y la maquiavélica astucia del Caudillo le colocó en el papel histórico que todos deberíamos conocer.

La estructura del propio régimen garantizó una red de corruptela y servilismo que enriqueció tanto al tirano como a muchos linajes y empresas a las que no es difícil seguir su traza en la actualidad. La Iglesia Católica amparó y bautizó la guerra como cruzada propia, con una democracia que les garantizó privilegios intocables por todos los gobiernos subsiguientes. Aunque en los últimos tiempos parece rectificar ciertas sombras propias, no ayuda mucho en este caso, algunas declaraciones livianas del Episcopado o la figura inquietante del prior Santiago Cantera, apasionadamente empático y airado con la tumba que guardaba la orden benedictina. El abad de Solesmes quizás debería llamarle a capítulo para que reconsidere su vocación, y así salvaguardar la dignidad de sus monjes negros.

Si buena parte de la población española no tiene idea o interés en el periodo histórico que nos ocupa, no es sorpresa en tiempos de ignorancia generalizada; que las nuevas generaciones compartan este vacío o tengan pinceladas y pastiches de una historiografía neofranquista, es muchísimo más grave. No ayuda que partidos que tienen raíces complicadas como el Partido Popular (antes Alianza Popular), o el neoconservadurismo liberal económico de Ciudadanos, se dediquen a quitar importancia al asunto, con vagas obviedades o tópicos facilones sobre reaperturas de heridas, huesos de difuntos y reconciliaciones superadas.

Las puñaladas que a izquierda y derecha hablan de electoralismo intencionado de este proceso son bastante traperas, y parecen olvidar que la ralentización y las trabas continuadas han hecho coincidir un complicadísimo escenario de gobierno precario, con unas elecciones repetidas y un conflicto con el nacionalismo catalán de difícil solución. De hecho los réditos de este momento bien podrían beneficiar paradójicamente a una oposición política. Por el contrario y en justicia hay que otorgar el mérito de este paso en una buena dirección, tanto a los colectivos, historiadores, forenses y arqueólogos que crearon el clima y la necesidad de restitución ética, como a los gobiernos del partido socialista que pusieron en marcha la Ley de Memoria Histórica de 2007 y la Comisión de Expertos sobre el futuro del Valle de los Caídos en 2011.

Quizás el difunto se ha ido a un descanso definitivo demasiado bien tratado y con bastante falta de principios por parte de sus allegados que lo despedían gritando vítores injustificables. La costosa operación ha primado la seguridad, el respeto y la sobriedad. Féretro con escudo personal y Cruz Laureada de San Fernando, corona y 5 rosas de simbología falangista que sobraban y traslado del féretro en un Super Puma del Ala 48 del Ejército del Aire. Ya quisieran muchas de sus víctimas no ya esas prebendas, sino simplemente que sus familiares supieran donde están enterradas y cómo murieron.

Queda mucho por hacer política y educativamente. Las inequívocas palabras del general Mola en cuanto a sembrar el terror y eliminar al adversario culminó en una guerra cruel y en una represión posterior de una dictadura que encarcelaría y mataría a decenas de miles de personas o robaría otros tantas criaturas a sus madres para criarlas en su seno adoctrinador. Todo ello fue realizado de forma sistemática, consciente y despiadada. La Ley de Amnistía de 1977 falló en la pretendida reconciliación y reforzó el blindaje ante posibles acciones legales. Las supuestas democracias mundiales mantuvieron 40 años este régimen y el tabú autoimpuesto en nuestro país junto a una confrontación en alza, nos hace fallar en el reconocimiento certero y común de los hechos.

Siguen monumentos, esculturas y calles de nombres infames en muchas poblaciones. Siguen personas con el dolor de no encontrar a sus seres queridos. En Cuelgamuros queda saber qué hacer con más de 33.000 víctimas, con el propio José Antonio, o con la comunidad monacal, pero lo más importante sin duda, es establecer un proceso de resignificación ética de sus espacios, de forma que las generaciones presentes y futuras tengan claro el pasado trágico que representa y que no debe volver a repetirse.