Sin duda debe ser difícil contagiar la sensibilidad, aunque no imposible, porque como en tantas cosas de la vida unas veces se nace con ella o se va adquiriendo a través de las experiencias (con personas, obras de arte (en su caso) y ambientes que también lo son, además de las otras cosas que ella ha escogido o que le han ido dirigiendo desde sus inicios hasta hay.
También resulta difícil intentar definir la sutileza, esa mística interna, una especie de halo que dulcifica lo que aparentemente no se ve. Pero de estas dos sustancias inmatéricas están llenas todas las composiciones que DOROTHEA VON ELBE derrocha en cada una de sus creaciones.
Conozco a DOROTHEA VON ELBE desde hace muchos años y pienso que este comentario en las páginas de EL CORREO DE ANDALUCÍA se lo debía porque siempre me dejé llevar o envolver, por esa delicadeza que ha ido cultivando, recolectando a lo largo de la vida como si sus pinturas, dibujos y esculturas –en bronce fundido y en cobre laminado y cincelado- no fueran otra cosa que ejercicios de paz interior, de silencio o de paciencia.
Con esa misma placidez que traducen los momentos en que fueron hechas, es la que hay que sentirlas, abarcarlas no sólo con los sentidos físicos, sino con todo lo que hay detrás que es lo que representan: un mundo íntimo y propio similar al “hortus conclusus” de una clausura: la suya en su jardín real e imaginario, repartido por tiestos, centros de mesa, en patios y habitaciones que una vez más vuelven a traspasar los límites de su estudio para que viajemos como mariposas o insectos polinizadores alrededor de estos etéreos estudios sobre las formas y las diferentes maneras de representarlas.
Nacida en Alemania, con nacionalidad norteamericana y viviendo en Córdoba desde comienzos de los años 80, se diría viendo esta exposición que resume bastante de su trayectoria (hay obras fechadas desde 1995 a 2020), que casi nada se le “ha pegado” de esos lugares, y si no la conociéramos, creeríamos que en realidad nos encontramis ante una autora oriental y más concretamente japonesa, aunque sus improntas no sean –aunque lo parezcan- espontáneas, sino el resultado de una profunda observación y reflexión antes de decidirse por un solo trazo.
Su técnica –o una de las muchas que usa aunque como decía es tan sutil que tampoco lo aparenta demasiado- parece identificarse mejor con las de ese país oriental que con las tradiciones occidentales, no sólo por el encuadre o el cánon, sino por esa manera de plasmar sobre todo las pinturas con tinta (¿china?) y la escueta gama de color suavizada con disolventes y con agua.
Sencillez que para nada es sinónimo de simplicidad para definir el mundo vegetal en el que se centra y por eso puede decirse que “vive” en él/en ellos y en el que se ha centrado para expresarse, construir su mundo propio en medio de su jardín interiorizado, el mismo que hace salir a pequeños fragmentos para que nos podamos perdernos nosotros también en él.
Un mundo de belleza interior donde percibimos las formas a través de la fragilidad de los tallos, las flores, los frutos y las hojas, donde se percibe el aire, la estación del año, el momento en que fue captada, abstraída del conjunto de un ramo, un seto, un campo donde destacaba la silueta de una planta que para muchos pasaría desapercibida, porque no son ejemplares suculentos de carnosidad vegetal (si los botánicos me admiten el término), sino precisamente porque son ejemplares sencillos, rústicos, de naturaleza silvestre mejor que cultivada y porque no se trata de bodegones o floreros, sino de naturalezas –vivas mejor que muertas- porque también lo son.
Lo que le interesa a DOROTHEA no son los frutos maduros, la densidad de la horasca, la frondosidad de los arbustos y matorrales, sino la individualidad del fragmento, la extrapolación de una rama que va extendiendo sus brotes por el tronco, las cápsulas vacías después de desprenderse de las semillas, la extracción de su contexto para acercarnos a la intimidad de la planta en sus múltiples metamorfosis: desde su nacimiento y plenitud, hasta perder los pétalos o marchitarse. Cuestión esta última que hace con sucesivas capas al modo de veladuras que las diferencian entre sí las unas de las otras.
Hojas de higuera, de cineraria, de escaramujo, de leucophita brownii, de otras tantas, dibujadas –no estampadas, sino superpuestas capas- o bien modeladas y fundidas y por tanto originales, o hechas con incisiones sobre madera entintada a la manera de xilografías, moldeadas individualizadamente por lo que cada una es distinta siempre, con cambios de pátinas, pulimentos y acabados, más realistas, más abstractas o abstraídas.
Las flores son símbolos de muchísimas cosas, de la belleza, de la gratitud, de la felicidad, de la nistalgia, ... también del paso del tiempo, pero curiosamente las flores secas, son de lo contrario: de la eternidad. ALBERTO DURERO se autoretrata en los días previos a su boda, con un cardo (seco) en la mano ofreciéndoselo a su amada queriéndole decir con esto que como ya está marchito, su amor equiparándose con él, nunca lo hará.
Muchos mensajes nos aguardan las flores de DOROTHEA VON ELBE, que las disfruten hasta el 9 de enero en la Galería de Arte RAFAEL ORTIZ (&Family & Company) , de la c/Mármoles, 12 de Sevilla.