Uno de los grandes problemas de los Estados fuertes es que con solo cambiar la cúspide se domina en sentido contrario a todo un pueblo. El cuerpo de Funcionarios que articula un Estado con gran aparato institucional obedece y articula los dictámenes del nuevo poder (ya sea legítimo o ilegítimo) de manera casi mecánica. Eso pasó en España cuando murió Franco: con la misma estructura, los funcionarios pasaron de obedecer a un dictador y su gobierno a obedecer a un gobierno elegido en las urnas en una democracia formal. Aunque también podría ocurrir en el sentido contrario.
Los sistemas difíciles de manipular por los gobernantes de turno son aquellos en los que el aparato de Estado (o sea, las instituciones y funcionarios) es escaso y débil. Cuanto más aparato de Estado, con instituciones dependientes de él y multitud de funcionarios, más está todo preparado para tener cautivo al ciudadano por quien tome el poder, ya sea legitima o ilegítimamente. La máquina burocrática está pensada para eso: para obedecer más o menos ciegamente a quien está arriba. Por eso es relativamente fácil dominar un Estado ya constituido, sólo se necesita cambiar la cabeza; en una sociedad más libre y con menos instituciones es más difícil, porque no se tiene a quien dominar, no se tiene a quien obedecer.
Y pasa lo mismo con la centralización: si el poder se centraliza en una ciudad sólo hay que dominarla para tener el poder de todo un país; si el poder está diluido, no sabes a quién derrotar.
Quien niega el poder e infalibilidad del Estado hoy se le considera loco o extravagante, pero yo creo que salta a la vista que los que gobiernan el aparato del Estado ni son tan sumamente inteligentes como para tener una acertada valoración de los problemas de millones de ciudadanos ni tienen una capacidad de gestión como para dirigirlos a buen puerto. (No hablo de este país, hablo en general como teoría política de la gobernación). Y, sin embargo, los gestores políticos crean cada vez más instituciones públicas que dependen en última instancia de unos pocos incapaces («incapaces» por definición, no porque unos u otros sean incapaces, sino porque no hay ser humano capaz de gestionar semejantes monstruos burocráticos).
Y lo paradójico es que a una gran mayoría de ciudadanos, un aparato grande de Estado le ofrece cierta sensación de tranquilidad. Yo diría que es una nueva religión. Una fe en un ser superior abstracto que le va a proponer un camino y le promete cubrir todas sus necesidades, disolver sus ansiedades y entretenerlos para que no se aburran. En medio de eso, cualquier disidencia es, simplemente, aplastada por el rodillo de las mayorías, fervorosas creyentes de la religión Estado. La Democracia se convierte así, en el poder de los que desprecian a los que piensan libremente. Despreciadores que, cada día, se fortifican con más fuerza en las instituciones y la hacen crecer aún sabiendo de su ineficacia.
Los funcionarios saben ya de sobra de la ineficacia, de la burocracia ralentizadora, de la inutilidad de los sistemas de control, etc., de La Gran Máquina, pero están comprados. Viven ellos y sus familias de esta ficción que, sin embargo, pagamos todos. Y si no lo saben es porque viven tan dentro de esa realidad paralela que ya no son capaces de imaginar una vida sin la maquinaria institucional.
Los ciudadanos, por su parte, esperan cada día la nueva instrucción, aún sabiendo que muchas de esas instrucciones son absolutamente ridículas. Siguen las normas acríticamente, como una creencia. Es la fe en el Estado.