Excelencia Literaria

El hombre céreo

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18 nov 2020 / 16:58 h - Actualizado: 18 nov 2020 / 17:00 h.
"Excelencia Literaria"
  • El hombre céreo

Aquella noche todos atendían al espectáculo de Óculo, el hipnotista. Todos, menos Mario.

Clara le quería, pero a veces se planteaba muy seriamente con qué clase de hombre estaba. Tan encantador como fanfarrón, se había abonado a la risa más estridente, al último comentario, a hacer lo que sea con tal de ser observado. Por si fuera poco, no había perdido la oportunidad de acudir con sus amigos a la feria del pueblo.

La pandilla había accedido a ver el espectáculo porque Óculo era un ocultista de fama. Además, se trataba de una agradable noche de verano, en la que la luna llena bastaba para ver y la brisa para cerrar los ojos y, de este modo, disfrutar de una buena compañía. O de Mario, que desconocía si se comportaba así de burlón porque, en el fondo, le incomodaba el espectáculo. Si hubiera mantenido la boca cerrada contemplaría embobado la función, como el resto, pero se empeñó en boicotearla con carcajadas, aplausos y frases a destiempo.

Óculo asimiló la presencia del complicado espectador con profesionalidad, pero terminó por hartarse al final de uno de sus números.

–Escucho que alguien está disfrutando esta noche más que el resto –. De forma dramática, se quitó el sombrero de copa y realizó una pronunciada reverencia–. ¿A quién tengo el gusto de hacerle reír?

–Sí; a eso le llamo hacerme reír.

Mario finalizó su diplomática respuesta con un codazo a uno de sus amigos al tiempo que Clara se hundía en el asiento, invadida por la vergüenza.

–Quizá usted disfrutaría más si formara parte del siguiente número.

–Estoy muy bien donde estoy –respodió con el semblante ensombrecido.

–Vamos. ¿Es que no se atreve?

Un murmullo creció entre los amigos de Mario, murmullo que se contagió al resto de la sala. De ese modo, la presión social venció al miedo.

–Estoy convencido de que vivirá una experiencia que jamás podrá olvidar.

Óculo parecía cobrarse su pequeña venganza mientras Mario ascendía lentamente al escenario.

–Ahora, damas y caballeros, el valiente... ¿Cómo se llama el valiente?

–Mario –masculló.

–El valiente Mario se va a transformar en el increíble hombre céreo. Para ello, deberá mirar mi monóculo sin mover la cabeza.

Clara contempló cómo su novio volvía a mostrar la sorna en su cara, decidido a dejar en evidencia a aquel mago de pacotilla.

Aunque Óculo comenzó a mover el objeto de forma rítmica de un lado a otro, Mario parecía determinado a no dejarse hipnotizar. De ese modo, el espectáculo se había convertido en un tenso duelo. Estaban en juego la reputación de un mago y la de un joven inmaduro.

Mario, con su mandíbula apretada y sus manos completamente extendidas, estaba cada vez más rígido. Por eso el asombro invadió al público a medida que su rostro se relajaba, perdiendo toda su viveza. Óculo sonreía con orgullo. La hipnosis funcionaba. Mario no se movía; apenas se percibía su respiración torácica. Clara se llevó las manos a la cabeza al ver como su novio dejaba de ser un niñato para convertirse en una carcasa que bien podía contener un cerebro, serrín o la misma nada.

–Y aquí tenemos a nuestro hombre céreo... ¡Un aplauso para el valiente Mario!

El público se levantó, entregado a Óculo.

De repente, el ocultista lanzó un fuerte bofetón a Mario. Y el aplauso se detuvo. Clara se quedó tan petrificada como su novio, impasible al golpe del mago.

–¿Qué? ¡No me digan que no se lo merecía! –. Cuando los rostros de sorpresa se tornaron en enfado, Óculo se excusó: – Amigos, ha sido una broma. Mario, el hombre céreo, no ha notado el golpe. Como ven, ni se ha mov...

Como si un rayo hubiera impactado en él, Óculo se llevó una mano al pecho y se desplomó. Cundió el pánico. El ilusionista parecía haber sufrido un infarto y los espectadores tenían la mirada clavada en él. Incluso en su muerte, Óculo seguía atrayendo la atención de todos. Salvo la de Mario.

Haciendo caso omiso de Óculo, Clara subió al escenario y corrió hasta su novio, cuya tez parecía la de una naranja: sin arrugas, sin temperatura, sin vida. Era el último hombre céreo de Óculo, el hipnotista.

Clara era incapaz de averiguar si su novio sonreía o lloraba de la emoción, pues su rostro era el de un muñeco. Sus ojos, canicas. Su cuerpo, un maniquí. Era la estatua de un hombre víctima de su insensatez.

Por Fernando Vílchez
Ganador de la VI edición
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