A los textos publicados en prensa los amenaza siempre el mismo peligro: que la gente se quede en el titular. Lo digo porque, en este caso, no me refiero a eso tan deseable de que todo el mundo debería quedarse en casa, sino a que el mundo entero cabe en la casa de uno. Y ahora lo explicaré. Pero ya que he apuntado a la otra interpretación posible, también he de reconocer que los textos publicados en prensa tienen esa virtud: plegarse sobre sí mismos o extenderse como uno de esos abanicos de papel que hacíamos más por entretenimiento que por sofoco. Y sí, hay gente, demasiada, que aún no se ha enterado de que ni es más valiente ni más arrojada ni más graciosa ni más espontánea ni más ocurrente por sortear a la policía y bajar a por pipas a la tienda de la esquina cada vez que se le ocurre. Si esta gente fuera realmente consciente de que su mínimo gesto desencadena un efecto dominó de contagios, se les congelarían esas sonrisas despreocupadas que les vemos cuando nos miran como extrañados con nuestra mascarilla y nuestra prisa por regresar a casa para aguantar otra semana más.
Pero mi artículo no va de esa gente, sino de la otra gente, también tanta, que lleva tanto sin salir de casa y cuyas coordenadas espaciotemporales han empezado a tambaleárseles. Llevamos días que no sabemos en qué día vivimos. Porque el tiempo, una auténtica ilusión, se diluye en sí mismo cuando no cuenta con hitos claros que vayan separando unos días de otros en el contexto de la semana laboral, que organice en partes el día, con su ida al trabajo y su vuelta, con sus transiciones, con su tráfico mejor o peor, con sus cigarros o sus cafés aquí o allá, justo antes o justo después de, con las extraescolares de los críos, con su tiempo perdido y su tiempo ganado, con ese estrés que nos retorcía tantas veces el estómago y la conciencia por llegar permanentemente tarde a todas partes, unos minutos tan solo, pero que, acumulados al final del día, hacían su efecto en el sofá de nuestro vencimiento diario. Llevamos días que no sabemos dónde vivimos. Porque también el espacio, otra auténtica ilusión, se diluye en sí mismo cuando no cuenta con hitos claros que vayan separando el hogar de todos esos lugares a los que íbamos por obligación o devoción. Esos lugares huelen hoy a cerrado. Y con ese olor de desván del olvido nos darán de frente en cuanto volvamos a ellos: ese bar que ya recordamos con una pátina nostálgica que lo mejora; ese rinconcito de nuestro trabajo donde dejamos esto o aquello que, de saber todo esto, nos hubiéramos traído a casa; ese asiento del coche que ha dejado de oler a nosotros; esa calle por la que pasábamos todos los días y por la que hace semanas que apenas pasa el viento cruel de las ausencias.
La casa se ha convertido en nuestro mundo. Hace solo unos días -pero parecen años- bromeaba mucha gente con el chiste del viajecito por el hogar. También las bromas se diluyen mientras movemos tan recurrentemente el café con la misma cucharilla todas las mañanas, que a veces son como la misma mañana... La casa es el único mundo cierto, y aquí recalan las noticias que nos llegan del otro mundo, de ese mundo casi irreal donde dicen que ocurren cosas y nos las creemos, no por fe, sino porque hubo un tiempo en que también nosotros vivimos en aquel mundo. Somos como ciegos que nacimos viendo... La casa es nuestro mundo, y aquí llegan llamadas, voces, imágenes, suspiros, risas, deseos, lamentos e ilusiones compartidas. La mayoría a través de los aparatos. Lo tangible -que tampoco-, a través del balcón o la ventana, por donde contemplamos otros balcones, otras ventanas, rejas, persianas, cuerdas, alféizares, bombonas, ropa tendida, contenedores, vecinos, muchos vecinos, que aplauden cada tarde a esa hora en la que nunca supimos que existía el mundo, sobre todo, al otro lado de las puertas. Ahora lo sabemos. Y el otro ya no volverá a ser el mismo.