El estado de alarma que aspiramos a superar a partir de la próxima semana, causado por la crisis sanitaria del COVID19, ha generado, en su vertiente económica, la mayor y más intensa caída del PIB de la historia de España, concentrada en poco más de cincuenta días.
En este contexto es inevitable pensar en qué políticas públicas deben acompañarnos durante los próximos meses, a sabiendas de que un error de diseño en las mismas puede ser catastrófico y ahondar, en lugar de aliviar, los efectos de esta crisis.
Hace apenas un trimestre el actual Gobierno de España se constituía con un programa económico, que, sin duda, ha saltado por los aires, pero en el que ya destacaban —otorgando incluso el carácter de vicepresidentes a sus titulares— la agenda 2030, la transición ecológica y la transformación digital.
Estas cuestiones están interrelacionadas entre sí y, a la vez, con los tres elementos que componen lo que el Consejo Mundial de la Energía ha venido en denominar el “trilema energético”: la garantía del suministro; que el mismo sea asequible; y que, además, sea sostenible desde un punto de vista medioambiental.
Todos estos factores —que forman un triángulo de cuyos ángulos la política energética no puede prescindir— deben necesariamente tenerse a la vista si se quiere acometer en España una transición energética que garantice el acceso a una energía asequible, segura y sostenible.
Y no hay duda de que para mantener el difícil equilibro anterior y garantizar la descarbonización de la economía, debe actuarse desde la oferta y la demanda, con el suficiente criterio y dinamismo, de manera que se asegure el dibujo de un triángulo equilátero.
Desde el lado de la oferta necesitamos que el cumplimiento de los objetivos asumidos por España de reducción de gases de efecto invernadero o de mejora de la calidad del aire, a través de la potenciación de fuentes de energías renovables, ya sean eólica, solar, marina o geotérmica, se haga a un ritmo creciente que no estrangule, sin embargo, la necesidad de seguir produciendo, desde una perspectiva industrial, con determinados combustibles fósiles.
En el lado de la demanda, además de avanzar en la eficiencia energética de las instalaciones, es muy necesario trasladar a los consumidores industriales, profesionales o domésticos, los costes cambiantes de la producción de energía, y darles la opción de que decidan por un consumo más racional.
En todo este proceso, también resulta crucial el componente tributario. La imposición sobre la electricidad en España se encuentra poco ambientalizada, ya que no se discrimina en función del desempeño medioambiental de cada tecnología de generación. En el caso, por ejemplo, del impuesto sobre el Valor de la Producción de la Energía Eléctrica, el legislador prefirió gravar todas las fuentes de producción con un tipo lineal del 7%; mientras que en el impuesto sobre la electricidad que pagamos los consumidores, la diferenciación de gravamen por tecnología parece difícil, dado que, por regla general, el usuario no tiene capacidad para elegir la fuente de la que procede la energía.
Como perspectiva de futuro, parecería razonable optar por un sistema de imposición sobre la energía, que suprimiendo los impuestos del lado de la oferta, creados en su día para reducir el déficit de tarifa, deje vivas sólo dos figuras en acción: un instrumento de mercado sobre la generación eléctrica, como es el mercado de derechos de emisión, y el citado impuesto sobre el consumo de electricidad, preferentemente específico y de mayor alcance, que transmita una señal clara de precios e incentive el ahorro energético —para lo cual además cabrían deducciones específicas y otros estímulos fiscales. Entre los mismos, sin duda, aquellos que apostaran por el teletrabajo en edificios con mayor eficiencia energética, serían bienvenidos en un momento como el actual.
Con ello, los aún borradores de anteproyecto de Ley de Cambio Climático y de Plan Integrado de Energía y Clima tendrán que ser adaptados a la denominada “nueva realidad” post-coronavirus, interrelacionando en mayor medida transición ecológica y energética, sin que la primera mantenga una supremacía que ahogue a la segunda, en un momento en el que la principal necesidad del país es, además de superar la crisis sanitaria, superar el colapso económico.
La descarbonización de la economía debe ser siendo un pilar que, sin desdeñar la importancia de las grandes instalaciones, permita avanzar hacia una mayor convivencia con la llamada “generación distribuida”, producida en pequeñas instalaciones, aumentando la capacidad de interconexión y adecuando un justo reparto de los costes de producción, que deben trasladarse al consumidor. La digitalización de las redes es, también, un aspecto esencial para la armónica consecución de estos objetivos.
Sólo así podremos cumplir con nuestros compromisos de que, en el ámbito de la generación eléctrica propiamente dicha, la producción renovable alcance en 2030 el 70% del total, o de que, para 2050, el escenario eléctrico sea completamente renovable, con los consiguientes efectos positivos en términos de PIB, empleo e inversión total requerida para ello, cuyas estimaciones son muy favorables para nuestra economía, al alcanzar los 1,8 puntos, 1,7% y 125.000 millones de euros, respectivamente.
Nuestra dependencia energética, y con ello nuestra balanza de pagos, se vería claramente aliviada, dotándonos además de mayor seguridad del suministro en momentos de crisis, obviando además el factor agotamiento de los combustibles fósiles.
En este contexto, España, y de forma más concreta Andalucía, tiene el potencial de energía solar más elevado de Europa, con una irradiación que se sitúa entre 1.600 kW/m2 y 1.950 kW/m2.
La curva de generación de energía solar coincide, además, con la curva de demanda de consumo durante gran parte del día, lo que permite ajustar la generación y el consumo, reduciendo significativamente el coste de la electricidad en las horas centrales del día. Un coste que, además, debe tender a la baja gracias a la continua disminución del precio de los módulos fotovoltaicos y de otros componentes básicos a medida que el sector madura y los fabricantes adoptan una producción a gran escala. Sus menores costes de operación y mantenimiento también contribuyen a la consecución de dicho objetivo.
Apostemos, pues, por las ventajas de la producción de energía solar, renovable y sostenible, que resulte eficiente en su producción, en un momento tan crítico como el actual, y sin que la sobreprotección medioambiental mal entendida —por ejemplo, mediante excesos irrazonables en la obtención de autorizaciones y permisos ambientales— sea un lastre que dificulte nuestro necesario resurgir económico, en el que el sector fotovoltaico de nuestra Comunidad debe convertirse en un pilar esencial.