Seguramente una de las cosas más hermosas de la política es su capacidad para transformar la sociedad, para enfrentar los retos y desafíos que como ente colectivo tenemos ante nosotros. Teniendo esto consecuencias directas en el hecho de avanzar, detener o retroceder en algo tan fundamental como los derechos y las libertades. Esas que tanto cuestan en conquistarse y que tan fácilmente puede ser arrebatas en el vaivén de la política macroeconómica, el interés financiero de la minoría o la política populista, esa que hoy toma forma en una Europa noqueada por su propia incapacidad de dar respuesta al trama humanitario de la inmigración.
Y es que, si nadie niega que la declaración universal de derechos humanos debería ser la carta magna que tendría que regir las relaciones humanas en un mundo en constante cambio, la realidad es que la misma no es más que un documento marco sin uso práctico, sin poder coactivo para hace posible su cumplimiento por quienes por acción u omisión obvian las obligaciones contenidas en una declaración que viene a dignificarnos como sociedad.
Es aquí y en este marco en donde la crisis del Aquarius ha venido a situar en la primera palestra informativa la incapacidad de la Unión Europea para fijar una posición común sobre la crisis humanitaria de la inmigración y de las personas refugiadas que con la llegada del buen tiempo se lanzan al Mediterráneo en busca de una oportunidad de vida. Esa que se les niega en sus países de origen donde el hambre, la pobreza y el conflicto son los verdaderos jinetes de su Apocalipsis personal. Hoy Europa es un púgil noqueado ante el drama de la inmigración y la falta de cumplimiento de los propios acuerdos sobre el tratamiento a este reto por parte de los socios europeos. Esos que miran para otra parte mientras la carga del proceso inmigratorio recae sobre países como Italia, España, Grecia o Alemania. Países como el nuestro, en el cual, la llegada de otros Aquarius es permanente a nuestras costas. Una realidad esta que choca frontalmente con la posición de falta de compromiso ante este problema manifestada por países como Polonia o Hungría, que incumplen aún los acuerdos marcados en la UE al respecto. Decisiones que como papel mojado caen en saco roto y maximizan sus consecuencias, aún más si cabe, ante la no obligatoriedad de acción ante este problema entendida por otros socios europeos como Irlanda o Dinamarca. Asistimos así a la atención de un problema complejo por parte de unos pocos y con una muestra de insolidaridad por parte de la mayoría de los países que conforman la UE, esa que entre otras cosas aún no ha cumplido ni siquiera con la cuota de reparto de personas refugiadas.
Hoy la toma de decisiones políticas frente al reto de la inmigración tiene y debe de llevarse a cabo por quienes desde la responsabilidad pública deben tomar acción. Es aquí donde la puesta en marcha de medidas como las de acordar medidas concretas, entre ellas las del cumplimiento de los acuerdos de la UE por los países miembros, endureciendo las sanciones para aquellos que no las lleven a cabo en asuntos de tanto calado como el de la inmigración, el aumento de las acciones en los países de origen al efecto de tomar parte activa en la solución de los conflictos y situación de necesidad que impulsan a las personas a abandonar sus países de origen, el impulso al cumplimiento real del derecho a asilo de las personas refugiadas, la creación de canales de cobertura y reunificación familiar desde las embajadas y consulados de los países de origen de los procesos migratorios, que faciliten la ejecución de esta acción potenciando las llegada legales de inmigrantes frente a las ilegales, la lucha contra el tráfico de personas y organizaciones que hoy se lucran con los procesos de inmigración ilegal, el refuerzo del control de las fronteras, el reforzamiento del auxilio marítimo que evite que la cifra de más de 6.000 muertes del Mediterráneo siga aumentado, la generación de un estado de protección temporal o la implementación de modelos cíclicos de migración circular y estacional por necesidades de contratación laboral o la apuesta por reforzar económicamente a una ONU hoy en casi bancarrota para que cuente con medios de atención suficientes para los procesos migratorios son sólo algunas de las acciones urgentes que podrían venir a paliar una realidad descarnada de muerte en las costas de la vieja Europa.
Así, hoy el gesto de dignificación de la política llevado a cabo por el Gobierno de Pedro Sánchez con la acogida del Aquarius en el puerto de Valencia no ha venido más que a generar una inteligente llamada de atención sobre el problema de la inmigración, dirigida a una sorda Europa que con esta medida ha recibido una primera guantada sin mano por parte del socialista Sánchez. Aún cuando para otra parte de la sociedad española este gesto no haya sido más que una medida populista y efectista que servirá como efecto llamada, argumento falaz este ante las cifras de inmigración que ya de por sí sufren nuestras costas y fronteras.
En definitiva, el tiempo dirá si Europa es capaz de dar respuesta a esta crisis humanitaria de la inmigración, en ello va parte de la construcción de un proyecto europeo que puede morir de insolidaridad y fragmentación interna si no atiende a esta realidad frente a la cual los muros y las fronteras no sirven para nada.