El tiempo, la separación de los acontecimientos sometidos a cambio, es la dimensión física mas recóndita y difícil de entender. El espacio, la velocidad y otras magnitudes, son perceptibles y podemos modificarlas, pero el tiempo no, es inexorable y solo podemos observar los estragos que produce a su paso: la fruta se estropea y nosotros envejecemos. Einstein en su sapiencia, halló una elegante ecuación que nos cuenta que, si alteramos la velocidad, podríamos movernos en el tiempo. Más misterio aún: ¿hubiésemos nacido si algún factor de nuestro pasado hubiese sido diferente? Solo con lo dicho, un hombre de letras ya está angustiado, y es a lo que voy: medir el tiempo, nos hace infelices.
¿Se han parado a pensar alguna vez, lo felices que somos cuando no medimos el tiempo? Desde que nos levantamos, la medida del tiempo nos incordia. ¡Uf!, no me va a dar tiempo a llegar, tengo el tiempo justo de un café bebido. Si alejamos un poco el foco, medimos periodos más amplios: ya queda poco para el verano, dentro de nada mi hija se casa, etc. Y aunque lo esperado sea tan grato como la jubilación deseada o un acontecimiento feliz, la espera, no es placentera, porque queremos que el hito llegue y el tiempo pasa lento. No digamos ya, si esperamos el anuncio de una desgracia, ahí la espera y la meta, son ambas angustiosas. Por consiguiente, cuando estamos midiendo tiempo, no somos felices. La medida del tiempo, aunque sea subconsciente, produce ansiedad.
Fijémonos en cambio en la situación opuesta, cuando no medimos el tiempo: “¿Esta hora es ya? ¡Se me ha pasado volando, que a gusto he estado!”. Cada noche, nuestros sueños -en la llamada fase REM en la que se producen- pueden ocupar una o dos horas y en cambio, apenas si recordamos algo al despertar, y si lo hacemos, es un registro de apenas unos instantes, de un delicioso relato (pesadillas aparte) donde el hilo racional de los acontecimientos no existe. Y eso que, como todo el mundo sabe, algunas partes de la corteza cerebral, como la corteza cingulada anterior, la prefrontal orbitaria y -por supuesto, claro- el núcleo central de la amígdala, presentan tanta actividad como cuando estamos despiertos; pero, ¡ah amigo!, es una situación atemporal, y no miramos el reloj durante la fase de sueño. Dormimos una media de 8 horas, y tenemos la sensación de que ha transcurrido solo un instante desde que nos acostamos. En cambio, una noche de insomnio mirando el reloj, es más insufrible que una mala corrida de toros.
El resto de las dimensiones físicas, no influyen en nuestro estado de ánimo. Que estemos ubicados en un punto u otro, no condiciona nuestra alegría, o la velocidad a la que nos movamos, no determina necesariamente que nos sintamos tristes o eufóricos; pero el tiempo, sí. Cuando lo estamos midiendo, cuando somos conscientes de que esta transcurriendo, nos angustia inevitablemente.
Tal vez sea porque inconscientemente, cada tic, tac, nos acerca al cementerio, pero incluso, la persona que desea abandonar este valle de lágrimas, se ve angustiada por la espera de aquello que no llega. Es, por tanto, a mi modo de ver, la medición del tiempo lo que inherentemente nos inquieta y nos produce desazón.
Estoy viendo que Einstein, no tuvo el pobre la suerte de consultarme; si me hubiese preguntado, hubiese formulado su elegante ecuación añadiendo esta nueva variable. Lo que pasa es que vivimos en tiempos diferentes, que si no...