El via crucis de la Hermandad de Los Gitanos

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23 feb 2020 / 09:06 h - Actualizado: 23 feb 2020 / 09:07 h.
  • El via crucis de la Hermandad de Los Gitanos

Si hay dos imágenes de Cristo que representan el fervor de Sevilla, entendido como el sentimiento de un pueblo, la “voz popular” de la Saeta de Machado, éstas son el Gran Poder y Manué, el Gitano.

No en vano, serán las dos únicas imágenes que repetirán en La Catedral desde que en 1976 se incorporara esta tradición del Vía Crucis a nuestra ciudad.

Pero si nos contraemos a hechos inexplicables, es quizás la Hermandad de los Gitanos, junto a la de la Estrella, la que evoca milagros, que desde la visión de un ateo, no son más (ni menos) que el asombro ante lo inefable.

En 1.938, su imagen fue reconstruida, tras la quema de la Iglesia de San Román, cuyo capellán llegó a impartir las clases de religión en el vecino Colegio de San Francisco de Paula, hoy laico.

Debe ser la única efigie rearmada, sin que conste la destrucción de su original. En los restos de San Román, no se encontró madera ni astilla alguna, de lo que lo hermético colige que Manué nunca ardió y que alguien se anticipó y escondió la imagen en algún paradero aun ignoto, tal era la veneración popular por ese Cristo, el único que conversaba largamente con quienes se sentaban a su vera.

Un azulejo en el que fue Uno de San Román, recuerda a Manolo Caracol cantándole en el regreso a su templo en 1950. Tanto alcanzó el caudal de lágrimas, que la plaza se desbordó, siquiera porque la imagen que partía se fracturaba en dos memorias. Lloraban por el desprendimiento de las dos efigies; la oculta, indemne a la espera de su hallazgo, y su copia, en el sendero de su actual templo protector.

Unos y otros que transcurren por la calle Verónica, suelen cantar una soleá o una saeta a primeras horas de la madrugada. Probablemente no hay plaza que acoja mayor pasión y arte íngrimos.

Nadie espera que cada instante de cante o quejío sea reconocido, cuanto menos aplaudido. No aguardan retribución alguna, siempre los mismos, clavados y enmarañado el pelo, ante los azulejos de los dos Manué....

No hay atardecer en que un grupo no arroje o baile arroz sobre la felicidad del dia de la promesa de amor eterno, como muriendo sin morir...

Pero es que también quienes no anclan anillo alguno, consagran sus bailes sin testigos frente al original, el que yace suspendido entre la niebla última de la primavera que antecede la víspera del gozo, como la definiera Pedro Salinas, maldito por su amor prohibido, reverso de su temprano desdén por Cernuda.

El próximo día dos, cientos de chiquillos guardarán cola -algunos por primera vez- para proteger a Manué.

No llevarán capirotes, ni predicarán penitencia.

Y cuando el cortejo intuya las inmediaciones de San Román, sonreirán Manolo Caracol, Antonio Mairena, Joselito el Gallo o Belmonte. La otra ciudad. La que venera la imagen original en su réplica. La que intuye que, algún día insospechado, aparecerá Manué, desdoblarán las mismas verónicas y sonarán idénticas saetas. Ni sermones, ni moradas. Solo unos niños que no abandonarán su Cristo, ese que agarra fuerte minúsculos dedos frente a tempranos miedos y abandonos.

Manué.... siempre por desenclavar.