En España tenemos acumulado un grado peligrosísimo e inexplicable de ridiculez. No pasa un día que no aparezca en las redes sociales, en los medios de comunicación o en las charlas de taberna, un asunto estúpido y vergonzante.

Atención, lo último: Piden al fabricante de Conguitos que retiren el producto porque llamar a unos bombones de ese modo, por el color de estos, es racista; y exagerar las facciones de una persona negra es racista.

Supongo que pedirán mi detención inmediata puesto que me los como, desde que era niño, a puñados. Porque estos memos son capaces de cualquier cosa si a cambio reciben un ‘me gusta’ en su publicación de Instagram, Twitter o FaceBook.

No creo que esa marca ni todo lo que tiene que ver con el producto se acerque al racismo. En su momento, es posible que se explotara el carácter exótico que despertaban los negros en España. Siendo niño, recuerdo ver al que desfilaba con la Legión y poco más. Apenas se veían en España porque no vivían aquí. Y, desde luego, no recuerdo que jamás ninguno de mis amigos comiera conguitos pensando en que devoraba a un negro o como acto racista.

En España se están llevando las cosas a extremos muy peligrosos por lo ridículos que son y por lo que representan. Una sociedad dispuesta a revisar lo que es para convertirse en una caricatura de sí misma es una bomba de relojería. Lo mismo señalamos a Isabel la Católica para acusarla de esclavista, que cambiamos el nombre de una plaza por otro sin saber la razón, que nos rasgamos las vestiduras porque una golosina que conocemos como conguito.

Seguramente, hoy no pondrían ese nombre a los cacahuetes cubiertos de chocolate. Pero, tampoco, Billy Wilder utilizaría la voz en off en sus películas con tanta insistencia. Y fue un genio indiscutible del cine.

Cada momento fue una realidad distinta. Y no podemos cambiarlo, ni podemos renegar de ello.

Si dedicásemos la mitad de nuestros esfuerzos en cosas verdaderamente importantes y urgentes, otro gallo nos cantaría.