Belén Ternero
Ganadora de la XV edición
Paulina nunca pensó que el silencio fuera aterrador. Le asombró que aquello que llevaba tantos años buscando pudiera paralizara de esa manera. Entre otras cosas, Paulina había odiado el ruido desde la juventud, y cuanto más anciana se hacía peor lo había soportado. Por eso decidió ir en busca del silencio.
Decidió mudarse a la última planta de un altísimo edificio de oficinas, lejos de las voces de la calle y los ruidos de la vida urbana. Los dos primeros meses no se encontró con más problemas que un par de arañas en el baño. Pero después, con lentitud, el ruido comenzó a llenar su hogar: un incesante tecleo de ordenadores; el tintineo de la campanilla del ascensor, que abría sus puertas cada dos por tres; el molesto siseo de las impresoras... Aquella bulla atosigante se fue haciendo más y más intensa, hasta que no pudo soportarla.
Probó suerte en una casa de los suburbios, en un barrio tranquilo para jubilados, sin muchos jóvenes y menos niños. Pero solamente duró tres semanas en aquel lugar, pues sus vecinos tenían la manía de jugar al dominó con demasiada frecuencia. Paulina escuchaba con irritabilidad cada vez que levantaban o recolocaban las piezas. Y por si fuera poco, la mujer que vivía frente a ella se compró una cafetera instantánea. Si el ruido de las de toda la vida le parecía molesto, qué no decir de aquella... Su casero no comprendió a que se refería con lo de los ruidos, pero la dejó marchar sin hacerle preguntas ni oblifgarle a pagar la fianza.
Paulina probó a vivir aquí y allá, el sitios recónditos y alejados del cogollo de la sociedad. Pero sus esfuerzos fueron inútiles. Se instaló en Chile, Dinamarca, Mongolia, Tanzania y otros países. Paso noches a la intemperie en el desierto, durmió en cabañas en medio del bosque y en monasterios enclavados en la cima de las montañas. Con la edad, lo normal hubiese sido que su oído se hubiera deteriorado, pero no; seguía disfrutando de una audición tan aguda como de niña. Era capaz de identificar los pájaros por sus molestos cantos, de saber la dirección del viento según cómo golpeteaba las ventanas y deducir la altura de un árbol por los susurros de sus hojas. Muchos decían que era maniática, quisquillosa e histérica, pero nadie negaba su habilidad para la escucha.
Paulina no cejó en su empeño. Recorrió cada rincón de la tierra en busca de ese silencio, pero no lo encontró hasta que su corazón dejó de funcionar como debía. Hacía años que anhelaba ese momento, pues lo suponía sereno, pacífico, silencioso... de tal modo que pudiera colmar su capacidad para ser feliz. Pero el silencio no es como ella lo había imaginado; le resultó frío, sinestro e inquietante. El silencio le impedía escuchar su propia voz, su respiración, los latidos de su corazón. Sintió espanto al comprender que el silencio es un nada infinito en el que no parece haber espacio para el ronroneo mecánico de los coches, el canto de los pájaros y el susurro del pasar las páginas de un libro.