En el disco duro

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14 jun 2016 / 21:40 h - Actualizado: 14 jun 2016 / 21:45 h.

La alegría era que mi padre nos llevara después de misa a comer gambas a la plancha al bar-marisquería Los Ángeles, en el barrio de las Delicias. El aburrimiento, aquella misa previa en la Catedral de Valladolid, oficiada durante algo más de una hora por un cura muy anciano al que apenas le salía la voz del cuerpo. La melancolía, las tardes de domingo en invierno, con los deberes sin hacer y los micro espacios de Minutos musicales en la tele en blanco y negro. El miedo, cumplir sin rechistar el mandato de salir al jardín oscuro para traer de la cochera una botella de leche. La vergüenza, cuando el tío Ramón me llevaba a ver Bambi, Dumbo o El libro de la selva –todas de Disney– a cualquier cine de la Gran Vía de Madrid, y se me saltaban las lágrimas, y de pronto encendían las dichosas luces. La curiosidad, buscar a escondidas en el diccionario el significado de la palabra puta, y las conversaciones de mis hermanos mayores, plagadas de misterios insondables. La imaginación, darme cuenta mágicamente de que la enorme lámpara de araña del Teatro Calderón iba a caer sobre el patio de butacas, gritar a la gente que se apartara a tiempo de salvar muchas vidas, y que el señor alcalde me regalara una bicicleta BH de color azul. La angustia, una varicela que fotografiaron para los libros de ciencia, las noches de fiebre alta y pesadillas, y la pantalla del cuarto tapada con un lienzo blanco que atenuaba aún más aquella luz ámbar, tan triste.

En la infancia, todas las sensaciones tenían un olor, un color y una textura. La vida adulta está peor dibujada, emborrona los trazos, los mezcla, y es mucho más difícil preservar la riqueza de un recuerdo.