Observar se ha convertido últimamente en una de mis grandes pasiones. Ni os imagináis la de comportamientos machistas que reproducimos hombres y mujeres a diario; y todo lo que se aprende con este sencillo ejercicio. La rutina se inserta en nuestras mecanizadas vidas como nubarrones propio de un invierno que llega para quedarse. Actitudes, comentarios y patrones, que reproducimos de forma inconsciente, que hemos interiorizado fruto de un proceso de socialización, incuestionable e inamovible.

Nos programan para que mujeres y hombres interpretemos papeles yuxtapuestos, que suman o restan, pero que no ofrecen ni respuesta ni alternativa, aceptando la renuncia como parte del juego. Ellos renuncian a mostrarse vulnerables y ellas a hacer valer su talento. Ellos renuncian al amor que destilan los cuidados y ellas a la independencia emocional. Y así, van pasando los años, los siglos... y justo llega otra vez diciembre, el mes de los balances, en el que nos sentamos a reflexionar sobre cuántas veces más vamos a comprar dogmas de fe, creencias basadas en la tradición, que nos alejan de la verdadera libertad individual.

Al movimiento feminista se le avecina multitud de retos para el próximo año. Tras unos meses de auténtica revolución y activismo, como hacía tiempo no se daba, encaramos el nuevo año con optimismo e incertidumbre. El patriarcado, responde como bestia herida a los ataques y su respuesta cada vez se hace más violenta. Quizás ahí radique parte de nuestro trabajo como defensoras de la igualdad real, en visibilizar esta violencia y trabajar la empatía desde otros ángulos.

El 2019 ha estado plagado de discurso ideológico, hemos gastado tinta, saliva y horas de sueño contra el patriarcado, hemos gritado megáfono en mano por la libertad, hemos cantado y bailado, hemos clavado nuestros tacones al machito dominante y hemos vuelto a casa, descalzas, de la mano de nuestras hermanas, con la sonrisa puesta. Despeinadas y con el corazón a punto de explotar. Hemos hecho nuestra la revolución, hemos tomado la calle y lo público se ha convertido por primera vez en la historia parte de nuestra conquista. Logros de los que sentirnos orgullosas pero que no garantizan mucho, si no seguimos comprometidas en este proceso de cambio conjunto, entonces, ¿qué pasa con ellos?.

¿Qué pasa con aquellos hombres que cada vez empiezan a ser más conscientes de estas desigualdades y no quieren seguir perpetuando roles sexistas?.

Hombres que quieren educar a sus criaturas en igualdad, que quieren conciliar, que no entienden los cuidados sin corresponsabilidad, que desean mostrarse vulnerables, que ansían ser otros hombres. Hombres que han intentado andar de puntillas, que se han animado a coger nuestros zapatos para entender qué significa ser mujer.

Algunos han sentido tanto vértigo que se han vuelto a descalzar, otros le han cogido el gustillo a la sensación de andar como quien flota por encima del suelo (y ahí están sin ver el peligro de una caída inminente) y otros andan experimentando cómo hacer de ese invento del diablo, algo amoroso. Un accesorio cómodo, que no haga daño ni deje marcas. Nosotras, que ya llevamos siglos andando de puntillas por la vida, sabemos mucho de tacones y patriarcado, por eso quién mejor que las mujeres para compartir con ellos la inutilidad del sufrimiento y la necesidad de saborear el placer de andar descalzos.

Intentar convencer desde la empatía a veces no da los resultados que esperamos. Concienciar sobre la existencia de desigualdades, zarandear el discurso dominante hegemónico y remover principios anclados desde la infancia, se convierte en ardua tarea cuando son las oprimidas las que piden explicaciones a quienes han sido educados en privilegios. Sobre todo porque el “ponte en mis zapatos y me entenderás”, no siempre cala entre quien jamás tuvo que caminar sobre los dedos de los pies, quién ni siquiera tiene una musculatura fuerte para aguantar su propio peso en un único punto.

Este año nuestros reyes y reinas magas se van a encontrar con muchos zapatos debajo del árbol o junto a la chimenea. Por facilitarles la tarea he pensado dejarles en esta ocasión mis viejas zapatillas, lo mismo pillan la indirecta. Ya me cansé de andar en tacones y tampoco me apetece que nadie los recupere. Estaban viejos, eran incómodos y apretaban mucho. Están donde deben estar, en el cubo de la basura. Ahí donde nos despedimos de lo que ya no necesitamos.