Como ese Club de herrumbe en la esquina de la carretera que enciende intermitentemente la noche y hasta el día; como ese último destello que no distingue una ola de su océano interminable, así cohabitamos entre la vida y la muerte.
El idéntico segundo que entierra en Sevilla a Carlos Amigo Vallejo, es el mismo interruptor que ilumina el albero de El Real, dos años después de la pandemia en la que tantos hemos pasado a la condición de huérfanos.
Sevilla llegó a ser capital de España en 1.808, y aquí quedaron incólumes los vicios de la Corte; los susurros y las ligas trémulas de la carne; los confesionarios húmedos de deslices con el solista de Maná; los entresijos de los tendidos de sombra en La Maestranza o los desfiles o procesiones (elijan el término que quieran) del Corpus.
Si hay alguien que entendió todo esto, fue Fray Amigo; tanto lo quisieron que hasta un periódico local le dio la gloria mundana de que este franciscano, -que pudiera haber sido de cualquier otra Orden religiosa-, figurara en la terna papal. Esto ocurría mientras la mujer de Felipe González, Carmen Romero, confesaba lo que ya todos hemos sabido, con el canónigo Juan Garrido en la plaza de La Contratación y cuando las nulidades se amañaban como el mago Copperfield esfuma la Estatua de la libertad.
Yo que Felipe VI me instalaría en el Sur, aquí los republicanos cantan las glorias de María. Villarejo no sería más que el papel pintado del patio de monipodio y Corinna tal vez la Mazagatos de turno, dicho sin ninguna acritud.
Necesito algo salvaje, droga de la maleza que nos hubiera brindado ese Guadalquivir que nos ha hurtado las pistas de pádel del Labradores. Fray Amigo es ya merchandising de Sevilla; ilustración para las camisetas impresas de los guiris de la calle Sierpes.
Mientras esto acaece, Estrella Morente despide en Madrid a uno de los míos, Juan Diego. Me da que, a él, eso tan cursi de “el cuerpo presente” le importaba un pepino. Pero, joder, dónde han quedado los faros rompedores de la vulgaridad del Sur. Dónde los zumbados, neuróticos, trastornados, los Silvios sin sacramento, los ácratas del desdén por el albero...
Sevilla tiene la nostalgia de ser cortesana; al final sigo enamorado de Monteseirin, quien pergeñó otras avenidas para Sevilla que la de los Cabify de Rosauro Varo –el que corre con Pedro Sánchez y tiene lo que Rafa Nadal tanto desea- por la Plaza del Pozo Santo.
De la aristocracia del tendido de sombra ya lo sabemos todo, sus mascarillas, yates y el bulto de la entrepierna; pero del comunista Juan Diego, que un día fue Franco, apenas nada... Sevilla devora sus versos sueltos. Antonio Muñoz, -el alcalde precarista- se ha convertido a Dios, debe ser la experiencia religiosa de la que hablaba el hijo de Julio Iglesias. El toque del llamador en la madrugada de la calle Pureza, -yo no le hubiera dado la espalda a Susana Diaz-, ni Diego Armando Maradona...
Acabaré siendo cortés, que Carmencita me dice luego que no puede conmigo...Mi adiós al franciscano que nunca lo fue o sí. Somos la hostia (con perdón) y enterramos como nadie.
Pero ahora es mi turno. Yo quiero para mi esa luz que es estrella al salir la Morente del Teatro Real. El cante no es alegría, es quebrarse diciendo “las penas que se tienen”.
Juan Diego. Sí, de Bormujos.