Estoy nostálgico

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06 dic 2021 / 11:39 h - Actualizado: 06 dic 2021 / 11:42 h.
  • Estoy nostálgico

La recepción de un vídeo en el cual se ve a una pareja haitiana bailando, la mujer con una estilosa cadencia, moviéndose al son del ritmo de la música “kompa” del país, y el partenaire en perfecta complicidad, disfrutando plenamente de su voluptuosidad, ha evocado en mí unos recuerdos agridulces y, a la vez, ha sido el acicate para escribir este artículo. Remembranzas agrias por llevar tantos años sin poder sumergirme en mi cultura, en su ambiente, recrearme en mi tierra, y no tener la certeza, por culpa de su calamitosa situación, de que un día podré volver a ser partícipe de alguna de estas fiestas y disfrutar de sus encantos, un deseo que me punza; y dulces porque me han hecho recordar distintos eventos y circunstancias que me han procurado alegría y gozo y que han jalonado allá mi existencia.

Vivo como un desterrado, sin serlo oficialmente, aunque mi situación dista mucho de lo accidentada que es la de muchos de mis compatriotas, dispersos a través de los distintos continentes, y de un sinfín de ciudadanos oriundos de otras latitudes que soportan con estoicismo los escollos de la lastimosa vida que les ha tocado, por tener sencillamente la “culpa” de haber nacido en unos lugares que no les ofrecen lo más mínimo y que además les son hostiles; siendo escenarios de una extrema violencia institucional, de carencias de distinta índole, de vergonzantes desigualdades sociales consecuencia de una explotación a ultranza, y de una miseria moral inenarrable; algunos, países en conflictos y donde, en última instancia, la vida no tiene el menor precio. Me corroen la impaciencia y la impotencia: impaciencia para ver destellos de luz de esperanza y de cambio en mi país, e impotencia por no estar en posición de poder influir de manera directa en una hipotética posibilidad para alcanzarlo. Pero todo parece tramar en contra de mis profundos anhelos, y para colmo las fuerzas de la naturaleza, a veces, contribuyen en gran medida a la manifiesta caída en picado y exponencial pauperización de mi patria.

Sé que mucha gente, y me atrevería a incluir a algunos amigos, me tildarán de lunático, de descerebrado, por seguir criando una ilusión y albergar en mí la esperanza de que Haití pueda algún día sufrir una metamorfosis prometedora, y así dejar de recular y salir a flote de este anacronismo, pero creo que pensar de manera distinta, esgrimir otras ideas o tratar de elaborar otro enfoque viene a ser sinónimo de pesimismo, de resignación y de dimisión. Pesimismo por no poder hacer el esfuerzo de vaticinar o visualizar de forma cartesiana una realidad distinta a la que es, resignación por acomodarse a un escenario para ellos inmutable, y dimisión por no poder o querer sentirse capaz de luchar con los escasos y exiguos medios a nuestro alcance para intentar esta agotadora tarea de transformar el statu quo. Puedo entender el estado de ánimo que habita en la mayoría de nosotros, puesto que son situaciones de gran calado que pueden dar nacimiento a distintas manifestaciones psicopatológicas, caracterizadas por la angustia, la frustración, la ansiedad, el desánimo, la abulia, la desesperación, etc.

Estas semanas atrás mientras que las noticias procedentes de Haití seguían y siguen siendo nada halagüeñas, más bien cada vez más descorazonadoras y perturbadoras, provocando desconcierto y estupor, me vinieron a la mente, quizás para rebajar mi tensión emocional y mi decepción, algunos de los episodios de mi vida en esta tierra donde mi madre me dio vida. De forma escalonada, he estado recordando pequeñas gratas cosas de mi infancia en familia, de la vida cotidiana en general y de mi tierna juventud en compañía de mis amigos; como por ejemplo la tradicional y rica sopa matutina del día de Navidad, posterior a la misa del gallo, seguida esta de la copiosa comida familiar, y del Año Nuevo, coincidiendo con la celebración de la jornada de la independencia, acompañada de los suculentos platos de la gastronomía haitiana; los atuendos nuevos, el fulgor del hogar, los regalos de Papa Noël, la alegría reinante en las calles y en el vecindario, el madrugador cante de los gallos, el bullicio de la capital; y con las amistades, el asistir a los apasionantes derbis futbolísticos y a los partidos de baloncesto, ir a bañarse en el mar durante el verano con el deleite del sabor de las ostras rociadas con limón, los jugos de coco... Nuestras caminatas nocturnas y los días de cine, seguir la rivalidad continua entre los dos principales grupos musicales, participar en las festividades carnavalescas, en las fiestas públicas programadas por los establecimientos destinados a la diversión, y los bailes de salón en casa de familiares o de conocidos los Fines de Año a los cuales acudíamos por invitación, etc. Y sin ser, por supuesto, motivo de regocijo, porque no lo es, me he acordado del matutino trayecto, por sinuosos y escabrosos caminos, de algunas campesinas, vendedoras ambulantes, cantando las dispares mercancías que llevan con un perfecto equilibrio en una gran cesta, asentada sobre un fragmento de tejido enrollado y hábilmente colocada encima de sus cabezas, algunas, hermosas mujeres calipigias, sudorosas, con una artesanal bolsita de tela colocada entre sus senos donde guardan celosamente las escasas monedas ganadas de sus ventas tras su periplo kilométrico, bajo el sol, a través del campo durante el día.

Soy perfectamente consciente de que mi fijación en los contoneos de esta deslumbrante mujer, musa del artículo, es una burda manera, comprensible, y quizás aceptable, de abstraerme o evadirme por un instante de la despiadada realidad en la cual políticos de la peor especie han arrastrado al país, enfangándolo cada día más sin la menor preocupación aparente, amor propio o ínfimo sentimiento de pudor. Todo lo grotesco, lo vulgar, lo abyecto, lo obsceno, se asocia o se asemeja a mi país; es la imagen que se vende, y me acongojan enormemente estas identificaciones que generan amarguras, afrentas, complejos y sensación de extrañeza. Al lado del caos y de la corrupción sistémica que describen el país, son muchas las lamentables situaciones, como el calvario de los haitianos que luchan por alcanzar el suelo estadounidense, su ruda vida en el exilio, los estragos causados por el auge de las pandillas en el país, el espantoso asesinato del presidente Jovenel Moïse, los destrozos del terremoto del pasado mes de agosto, la crisis sanitaria por la pandemia y el osado secuestro, todavía sin resolver, a mediados del pasado mes de octubre de los 17 misioneros en Puerto Príncipe... ¡Es tanto por abordar, tanto por enumerar, catalizadores estos de los sentimientos de agobio, de turbación anímica y de exasperación que atenazan al pueblo, sumado al hambre, a la carencia de estructuras sanitarias, a la pésima calidad de la educación, a la falta de empleo, al empeoramiento vertiginoso de la economía, y por supuesto a la creciente y muy preocupante inseguridad callejera!

Termino emitiendo una reflexión: si los que ahora empuñan las armas, los que se han adueñado de las calles, los jefes de estas bandas criminales, organizadores de secuestros, extorsiones, violaciones sexuales y crímenes, estos resentidos que no cesan de proclamar, uno de ellos con un repentino discurso de matiz revolucionario, que se sienten despreciados, quejándose continuamente de ser humillados, deshumanizados, por disímiles razones, fundamentalmente por su tono de piel y su humilde extracción social, ahora que tienen influencia y poder usurpados ¿por qué su resentimiento, sus quejas, su rabia y su rebeldía están apuntados o dirigidos mayormente hacia los que pertenecen a su misma categoría social? ¿Qué ofrecen? Absolutamente nada. Desgraciadamente solo crean y fomentan odio, división y destrucción.