Experiencias
al límite

Image
26 jul 2016 / 18:40 h - Actualizado: 26 jul 2016 / 22:37 h.

Fue hace algún tiempo. Volvía del despacho en bicicleta cuando a la altura de la tienda de Armani en la calle Ortega y Gasset (pongamos que hablo de la Milla de Oro de Madrid) noto un fuerte golpe en la espalda. Freno en seco creyendo que se trata de un pariente efusivo palmeándome la retaguardia al viejo estilo, pero no hay nadie. Levanto la vista por si hay piñas en los árboles, y tampoco. Nada en el suelo, ni un trozo de rama, un balón de reglamento seguido de un crío azorado, ni siquiera un Pokémon decidido a plantar batalla.

Continúo la marcha, pero estoy muy mosca y paro de nuevo. Me quito la mochila que llevo a la espalda, y ahí está: una cagarruta de pájaro del tamaño de mi mano abierta estampada en el dorso de la mochila. Rápidamente me despojo de la americana y ahí está otra vez, bien untadita también en la chaqueta, gracias a la suerte loca de haber impactado con mi cuerpo en el espacio reducidísimo que queda entre la mochila y mi espalda. Cuelgo mochila y bléiser en el manillar y continúo viaje, pero me pega en el careto un olor a gallinaza de muerte, porque voy detrás del pastel y hace un poco de viento. Arribo por fin a casa y pienso: a) Menos mal que no me ha acertado en plena testa, porque habría sido muy humillante pedalear hasta el hogar con la cabellera llena de mierda, más aun en estos tiempos de crisis a todos los niveles. b) Si es cierto que estas cosas dan buena suerte, los próximos meses me voy a salir de viñeta, porque la excreción tiene un tamañazo inusitado, quizá por proceder de un ave de barrio pudiente.

Es casi seguro que no tiene nada que ver, pero termino el curso mucho más feliz de lo que lo empecé. Quizá nos volvamos a ver en septiembre. Cuídense mucho.