Viéndolas venir

Expertos en vacunación debajo de las piedras

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Álvaro Romero @aromerobernal1
30 abr 2021 / 11:20 h - Actualizado: 30 abr 2021 / 11:21 h.
"Viéndolas venir"
  •  DAVID ZORRAKINO / EUROPA PRESS
    DAVID ZORRAKINO / EUROPA PRESS

Los trombos que producía Astrazéneca eran colosales, por lo visto. Todos hemos visto a gente dándoles trombosis después de vacunarse. Ahora resulta que con Pzifer también han dado algunos trombos, pero una cosa residual, nada significativa, nada importante: 12 o así, que se sepa, de momento. Por eso el personal, tan experto en vacunación y en efectos secundarios, sabe ya de sobra cuál es la vacuna buena y cuál la mala, y mientras miles de científicos se han afanado en tiempo récord -durante meses- en dar con la fórmula más fiable contra el bicho y en abaratarla al máximo para llegar al máximo de seres humanos, los expertos de tres al cuarto ya han sentenciado que lo que no sale en los medios sabe dios por qué intereses ocultos es que no existe. O no existe como para tener que preocuparnos. Existe pero poco, casi nada. Como si no existiera, porque no se enfoca, o porque no conviene enfocarlo. De modo que todo se relativiza, todo se dice con la boca pequeña o de lado, y a otra cosa mariposa. Todo el mundo sabe ya, como si supieran la compleja composición de las vacunas, que las hay buenas y las hay malas y no se hable más.

Del mismo modo que hay poca cultura literaria, o política, o del trasfondo tecnológico –que transmutamos en una libertad de usar las redes sociales en vez de un modo de que nos atrapen en ellas, con datos que no conocemos ni nosotros mismos-, hay una escasísima cultura científica, pero da igual. Todo el mundo habla de las vacunas como de las pastillas Juanolas. Todos oímos a cualquier vecina, mientras barre su puerta, lo único que tiene claro con tal vacuna o tal otra. Clarísimo. A mí esa vacuna, no me la ponen. No, no. Ni pensarlo. Hay gente –mucho más instruida que nosotros por ciencia infusa- que sabe de muy buena tinta los malísimos efectos secundarios que tienen determinadas vacunas, aunque no sepa quiénes la han hecho ni cómo ni cuándo ni con qué ni para qué. El nombre comercial basta. Aunque no tengan ni idea de que cualquier medicamento de los que se toma un día sí y otro también tiene quince o veinte veces más posibilidades de producirle incluso la muerte que la vacuna presuntamente mala que les da tanto yuyu por la cascada desinformativa de ese tipo de titulares que consiste en empezar las noticias diciendo que no se descarta. No se descarta que yo me vaya a morir después de escribir esta columna. Y es cierto: no se descarta. Pues eso.

Mientras el mundo está intentado dejar atrás la pandemia a golpe de vacunación, mientras la comunidad científica se desvive por probar todas las fórmulas posibles de lucha contra el virus, hay dos guerras detrás cuyo contraste se nos antoja hilarante: por un lado, la guerra económica que supone el negocio de las vacunas. Se están dando codazos literalmente unas multinacionales y otras, o sea, unos países y otros, o unos continentes y otros, por qué no decirlo. Y, paralelamente a esa guerra fría, está la guerra caliente de los medios y la gente, cada día más acostumbrados a tener las respuestas inmediatas de todo al instante, a golpe de clic; esa postverdad que necesitamos cada segundo para estar todo el rato absolutamente seguros de todo.

Y contra esta nueva enfermedad no se ha inventado aún la vacuna. Supongo que todo se andará.