Expiación

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19 mar 2016 / 23:17 h - Actualizado: 19 mar 2016 / 23:18 h.
"Inmigración","Truco o trato","Guerra en Siria"

Además del título de la fantástica novela de Ian McEwan, la expiación es un concepto de la tradición judeocristiana que tanto se empeñaron en vincular a aquella constitución europea non nata, asegurando que formaba parte de nuestra identidad. Aunque la definición de Wikipedia me ha parecido interesantísima, con todas las reservas que esa fuente tiene y todo el uso confesado o no (otra vez un concepto religioso), que hagamos de ella: Se trata de la remoción de la culpa o pecado a través de un tercero. El sujeto culpable queda absuelto de cualquier pena por medio de un objeto, animal (ej. chivo expiatorio) u otra persona en el caso del cristianismo y algunos cultos antiguos que practicaban el sacrificio animal.

Estupenda ocasión, en momentos procesionales y sin ninguna duda cargados de espiritualidad, para que esa Europa a la que pertenecemos, al menos por ubicación geográfica, reflexione sobre quién o quiénes están siendo los sujetos de expiación de nuestras muchas pifias. O, desechando la idea de que se trate de un error, más bien sujetos-objeto de una política codiciosa en tierras extrañas y miserable dentro de sus fronteras.

Esa Europa de los valores sagrados o enciclopédicos, incluso de la modernidad y las vanguardias, ha tirado las flores a la basura y aquilatado los adoquines que Dani El Rojo creía que tapaban la playa. Y eso que, ya que de París y otros sueños de Mayo va la cosa, Francia no es la peor ni mucho menos en política internacional y ha jugado un papel indispensable como interlocutora en el Mediterráneo. Pero la historia es así de zafia: dame una vergüenza de Calais y olvidaré que no fuiste a la guerra contra aquellas armas iraquíes que nunca existieron.

Hoy, Domingo de Ramos, es un día hermoso porque la ilusión personal o colectiva hermosea todo cuanto toca. Y porque el calendario nos acerca a una estación jacarandosa y cálida y es un día de estreno, en algunas memorias, y hasta en el mundo real.

Un estreno de zapatos que no les dolerán a los niños fugitivos de Siria, ni tampoco las bragas de croché (esas abuelas que podrían haberse dedicado al petit point, lo digo sin rencor) harán marcas en pieles que agradecerían incluso una tela de saco. Ni los calcetines de perlé se agarrarán a la tibia con saña, porque la mayoría de los huidos van descalzos. El barro es menos inclemente que la ropa aterida.

Llámenme populista y harán bien. Llámenme demagoga y harán mejor. Aunque no es fácil desmentirme, advierto. Venimos al mundo, en el mejor de los casos, a vivir la vida como un regalo y hacérsela más fácil y más bella a los demás. A querernos y a querer. Sufrir por desgracias ajenas nos suena a postureo, bastante tenemos con sortear las propias y, además, es sabido que es más fácil ser solidario con quien vive a 20.000 km que con el de la puerta de al lado. Tenemos argumentos de todos los colores para no dejar que las lágrimas de los huidos, a los que no damos refugio luego no son refugiados, nos oculten el dolor de nuestras propias estrellas: el cinismo es una forma de decirnos la verdad, nos consolamos sintiéndonos Voltaire, y tan panchos. Y eso que España, no su gobierno, los españoles no son de ninguna manera los más insolidarios y, a la postre, hemos sido los más europeístas después de 40 años de alambradas (reales aunque no físicas) en los Pirineos. Pero el miedo, la precariedad en el empleo, la perplejidad nos acortan las alas y hacen crecer al buitre desalmado que llevamos dentro.

Las redes regalan mucho ruido y alguna joya. Gerardotc: «Si miles de personas tiradas en la frontera hicieran bajar la bolsa, hace ya tiempo que se habrían habilitado habitaciones de hotel».

No se me ocurre nada más cierto.