M. de H. era sacerdote. Nunca he conocido a alguien tan bien educado, tan culto, tan buena persona y tan dispuesto a ayudar al que lo necesitaba. Trabajé con él durante cuatro años y, cada día, aprendí que el mundo de la empresa puede ser amable, cercano y acogedor. Sí, la empresa puede ser eso y no es, de forma obligatoria, un lugar de sufrimiento y de explotación o un territorio en el que solo manda el dinero, la ambición desmedida y una especie de idiotez que quiere acabar con la dignidad de las personas.
Siempre hablaba muy despacio y muy bajito. Escuchaba con atención y organizaba las reuniones de forma que todos pudieran expresarse sin levantar la voz, sin discutir por pequeños detalles sin importancia y consiguiendo que el tiempo de trabajo se aprovechase al 100 por cien. Aunque lo más importante, lo que más sorprendía y aportaba al grupo, era su capacidad para ayudar a otros, para enfocar los asuntos desde la humildad y el servicio a la comunidad.
Una mañana, mientras tomábamos un café, le conté que un amigo había dejado embarazada a su novia y que ella estaba dispuesta a abortar porque no veía un futuro claro para la criatura y que él no lo tenía nada claro aunque asumía lo que ella dijera. Me pidió que les invitase a que tomasen café con nosotros esa misma tarde. Ellos, más que reticentes, aceptaron finalmente. M. de H. les escuchó. No querían seguir adelante porque él no trabajaba, ella no trabajaba, no había futuro. Muy bien, dijo el sacerdote. ¿Quieres empezar mañana a trabajar con nosotros? preguntó dirigiéndose a mi amigo. Le ofreció un sueldo muy razonable. A ella le pidió que llamase a una empresa en la que estaban buscando personal. Él comenzó a trabajar al día siguiente (sigue en esa misma empresa ocupando un cargo de mucha importancia); ella una semana después (logró terminar su carrera universitaria y ejercer la profesión para la que se había preparado); el niño nació perfectamente y, hoy, es un abogado estupendo. Tiene cuatro hermanos.
M. de H. era especialista en marxismo. De los de verdad y no de estos que dicen serlo y no saben ni de lo que hablan. Pero, sobre todo, era sacerdote y era capaz de demostrar que el evangelio cristiano era fuente de amor y que él era capaz de repartirlo y anunciarlo sin descanso.
M. de H. murió hace ya muchos años y es raro el día que no me acuerdo de él. Si tengo algún problema pienso en qué haría antes de tomar una decisión.
Caeli fue una religiosa italiana. ¡Qué nombre tan bonito para una religiosa! Significa «que viene de los cielos». Conocí a esta mujer haciendo el Camino de Santiago. Dormí un par de días en la casa que tenía su Orden en un pueblo de León. Era una mujer alta, esbelta y radiante. Vestía como cualquier seglar y hablaba con naturalidad de cualquier asunto.
Caeli fumaba tabaco rubio. Yo también. Y después de cenar el primer día, salimos al porche para tomar café y fumar un par de cigarros. La cosa se alargó y fueron bastantes más de dos. Caeli me contó la cantidad de problemas que le causaba seguir allí, vestir el hábito aunque fuera de forma metafórica. Había conocido a un tipo del que se había enamorado y no era capaz de olvidarse de él. Pero tenía un compromiso con su Orden y con su labor; debía conseguir que las doce familias desfavorecidas que acudían a aquella casa, cada día, para poder comer y pagar las facturas de casa, salieran adelante. Hablaba de su amado con un brillo en los ojos muy especial; con el mismo con el que hablaba de la ayuda que daba a aquellas familias pobres; con el mismo que hablaba de Dios.
Caeli siguió siendo monja siete años más. Hasta que la última de las familias no logró asentarse en el mercado laboral y progresó socialmente, no dejó de pertenecer a la Orden. Entonces, fue en busca del hombre que amaba, pero él había muerto unos años atrás. Ahora, yo no fumo aunque solemos tomar café y le acompaño sin problema alguno. Reconozco que el olor a tabaco me gusta y, además, lo asocio a ella y eso me recuerda que hay gente buena dispuesta a dejarse la vida para ayudar a otros. Hemos envejecido aunque ella ha sido capaz de mantener intacto su amor por los demás. Es apabullante.
Muchas veces, he sido crítico con la Iglesia. Creo que no se puede consentir que un delito como la pederastia no se haya perseguido sin descanso desde el primer momento, creo que la historia de la Iglesia está salpicada de cosas que llegan a ser horrorosas y esto es algo que no puede ser. Pero en el seno de la Iglesia existen personas maravillosas y suceden cosas extraordinarias que no se pueden obviar. Esto me lo sé porque he trabajado muy cerca de sacerdotes y religiosos durante muchos años. Y creo que es justo no olvidarse de ello.