Los viejos y previejos que nos aplicamos los versos de Quevedo: “No he de callar, por más que con el dedo,/Ya tocando la boca, ya la frente,/Me representes o silencio o miedo”, tenemos que consultar el nuevo catecismo posmoderno cuando nos decidamos a hacer relaciones sociales en forma de unas cervezas comunales o domésticas, sean con los hijos, nietos, o mayores infectados. Eso si es que no queremos que nos apliquen un metafórico linchamiento público. Por tanto, si es así y uno ya no quiere jaleos a ciertas edades, repasemos las lecciones de urbanidad antes del encuentro.
¿Se cuentan chistes de nuestra época? No, porque casi todos son o machistas o racistas. Por ejemplo: un joven negro llega a una universidad en Estados Unidos y le dice al funcionario de la ventanilla: “Vengo a matricularme”. Y el funcionario responde: “¿En qué rama?”. Y el negro contesta: “Ya empezamos”.
Ese chiste ya no es chiste, es delito racista, a callar. “Pero si es un simple chiste que denuncia una susceptibilidad y yo no soy racista, la asistente que me adecenta y me pasea en la residencia es negra y la quiero muchísimo”. “¡Que te calles, papá!” Y ese otro donde en la antigua Sudáfrica del apartheid llega un señor de color negro a una comisaría y le dice al policía: “Vengo a denunciar que un coche conducido por un blanco me ha atropellado y por poco me mata”. Y el policía contesta: “¿A qué velocidad ibas?”. Ese menos, que te sientes, coño, y te calles.
“¿Puedo cantar la canción del negro zumbón?”. “Oiga, ¿pero usted es un nazi?”. “¿Y la de qué será lo que tiene el negro?”. “Oye, o te llevas a tu padre de aquí o nos vamos”, advierte un cuñado. “Eso, eso”, exclaman todos.
El viejo o el previejo se callan pero, como se aburren porque están hablando de solidaridad y de igualdad, de pronto arrancan a cantar aquello de Fernando Esteso: “la Ramona es pechugona tié dos cántaros por pechos”. Y dos de su generación que pasaban por allí por el lado del velador donde se estaban tomando unas birras, repican a coro: “Ramooonaaa, te quieeerooo”. El ambiente se cortaba con un cuchillo de los de apañar los chipirones a la plancha, las miradas eran asesinas y los abuelos de aquí y de allá piden perdón.
Sin embargo, como la reunión sigue y los comensales continúan con su orden del día políticamente correcto y perfectamente inculcado por otros en sus mentes, los abuelos anacrónicos y pestosos vuelven a la carga y se saltan el toque de queda de silencio impuesto por la masa. “Pues a mí me parece que está bien que se critique el patriarcado pero si no llega a ser por el patriarcado de los homínidos y de los primeros agricultores, hoy no estamos aquí comiendo esta carrillada ibérica, por cierto, tan grasosa”. De nuevo todas las opiniones de la reunión cargan contra el herético quien replica con tranquilidad: “¿Sabéis qué os digo? Que la gente se divide entre aquellos que piensan por sí mismos y los que piensan según les dicen”.
El cónclave -éste u otros- estaba cada vez más crispado por culpa del carcamal de los cojones que de nuevo llevaba un rato callado mientras los demás trataban el tema de la solidaridad con los migrantes y el valor del voluntariado en el Nepal y en otras zonas del mundo. La chochez del viejo le impedía estar calladito tal y como manda el catecismo y sin saber ni cómo ni por qué se vio exclamando: “¡Tenemos en Sevilla los barrios más pobres de España y pensáis en el Nepal y en África! ¡Empezad por Las Tres Mil! Y, además, ¿yo por qué tengo que aguantar una pensión de mierda mientras que otros que no son de aquí ni han cotizado decenios como yo y son ilegales se ahorran el pago de la luz, del agua, del colegio y encima reciben dinero para que vivan hasta mejor que yo?”.
Una avalancha de argumentos supuestamente solidarios aplastó al disidente que, resucitando de sus cenizas, gritó: “Si queréis solidaridad os buscáis dos Kaláshnikov y os vais por esos mundos: uno es para vosotros y el otro se lo dais a los que están pisoteados por sus gobernantes y por los nuestros y nuestras multinacionales, nada de voluntariados ni ONGs de pijerío”.
Como al carroza ya le había dado un subidón y había llegado a afirmar que el orgullo gay no se demostraba yendo por ahí vestido con cueros o en cueros y dándose besos en la boca y que eso lo que incluso podría exhibir es sentimiento de inferioridad porque los grandes homosexuales de la Historia admirados por él no habrían actuado así, los hijos cortaron por lo sano, pidieron disculpas y se llevaron al viejo a la residencia. “Seguid, es un momentito, ahora volvemos”.
Y allí que persistió el evento cervecero, no sin antes que el represaliado, mientras se lo iban llevando, exclamara a voz en grito: “¡Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad... Dijo Carl Jung”. “¿Quién es ése, abuelo?”, le preguntó un nieto universitario al tiempo que se reía: “Uno que asustaba a los puritanos, a los hipócritas y a los cobardes espetándoles: “¡Jung, Jung!”, contestó mientras lo metían en un taxi.
Imposible asimilar el catecismo, mientras más viejo más pellejo al tiempo que “uno se vuelve sabio, irremediablemente” (Benedetti/Serrat) y ya no se la dan.