Los ataques al andaluz, a la manera que tienen los andaluces de hablar el castellano, son recurrentes, como los años de sequía o las epidemias. Además, porque se utilizan normalmente para atacar otra cosa. Se meten con nosotros por el acento para ocultar que rabian por otros motivos que no dicen, ni en su acento ni en el nuestro. Pero no voy a entrar ahí. Prefiero hablar de lingüística.
Yo soy andaluz y defensor de mi modalidad lingüística, es decir, de mi acento, de mi manera de hablar el castellano, o sea, la lengua de todos los españoles. Un acento que no es mío porque yo lo haya comprado, sino porque lo he mamado, heredado, recibido como privilegiado regalo de mis antepasados, que no son solo mis padres o abuelos, sino cuantas gentes constituyeron el riquísimo río de la diversidad cultural que ha pasado por este suelo siempre nutrido de miradas distintas que se llama Andalucía. Sin embargo, cuando escribo, como cualquier andaluz culto, escribo en castellano, que es nuestra lengua.
El andaluz es un acento, o sea, el vitalismo de cualquier lengua, que tiene muchos. También el inglés, el francés o el alemán tienen sus acentos, como le ocurre al castellano, en la Península y allende los mares. Una lengua como tal, como conocemos al latín, es un código muerto, bastante inerte por lo general, demasiado quieto sobre el papel sin ganas de discutir. De modo que podríamos decir que las lenguas como tal no existen, no respiran, no andan, no se quejan. Una lengua es pura teoría apagada en el fondo polvoriento de su gramática. Una lengua se pone en pie cuando se convierte en acento. Y para levantarse hay que hacerlo sobre un suelo concreto, aquí o allá, a través de una garganta que tiene, sin saberlo, el ADN de millones de antepasados colocando la boca de una manera. A cada lengua, tan tiesa con su traje de palabras en el diccionario de nadie, la vivifican sus acentos reales, de carne, hueso y espíritu de generación en generación, gentes con un deje concreto, con una íntima partitura para hacer eminentemente suya la lengua que era de todos y a la vez de nadie. Gracias a los acentos, todos tan respetables, la lengua -que es puro papel de fumar vacío- se enrique y es lo que es: un vehículo de comunicación perfecto capaz de cantar siempre el mismo verso pero con distinta agua.
No estoy dispuesto a permitir que nadie ataque nuestro acento, el andaluz, pero tampoco me hace gracia que el gracejo comience precisamente por nosotros haciéndonos la picha un lío, como diría un gaditano, confundiendo lenguas con acentos, escrituras con oralidades. Yo hablo andaluz, aunque esa zeta del final me la coma al decirlo con la boca llena -de orgullo-, porque precisamente la economía lingüística es uno de los sabios rasgos del andaluz, pero escribo "andaluz", con todas sus letras y sin buscar ningún chiste, porque la gracia –el ángel, el don, el duende- surge –si tiene que surgir- en la viveza de la lengua, es decir, cuando la vivificamos al hablarla cada cual con su acento. Así que cuando algún listo de fuera quiera darnos lecciones de lengua, le saldré no solo con los grandes maestros del español que ha dado esta tierra, que escribían tan bien como hablaban -desde un Alberti de la Bahía de Cádiz a un Juan Ramón de la Costa de la Luz onubense, desde una María Zambrano malagueña a un Juan Valera del sur cordobés-, sino con la eficiente forma de comunicación que han tenido todos nuestros antepasados, todos mis muertos. Y cuando alguno de los nuestros salga en defensa con gracietas, lo corregiré en privado, recordándole que el andaluz, como todo acento, solo lo hablamos, sobre la base lingüística de uno de los idiomas más enormes del planeta que nosotros hemos tenido la ventaja de decantar durante siglos como para que ahora vengan determinados catetos a dictar sentencias que nadie les ha pedido.