¿Hay alguien más blanco que yo en la playa?

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29 may 2022 / 12:36 h - Actualizado: 29 may 2022 / 12:41 h.
"Cambio climático","Verano","Playas"
  • Una playa española. / EFE
    Una playa española. / EFE

Cada vez que me toca ir a la playa y enseño mis carnes al sol y al resto de la humanidad que permanece en la arena amarilla y en la orilla del mar, algún allegado destaca la blancura de mi piel reconocible a cientos de kilómetros como si fuera la estrella del alba en el cielo. Y eso es en directo. Porque cuando veo las fotos que me hacen adentrándome en el suplicio frío de las corrientes marinas, también destaco como una figura romana de mármol que emerge del fondo del océano azul y verdoso. Sé que mi piel es blanca lechosa. Podríamos decir sin contemplaciones que tengo escasa melanina o que dentro de la clasificación de tipo de piel de un señor llamado Fitzpatrick, yo estaría en el grado I o II (siempre se quema nunca se broncea o se quema fácilmente, se broncea con dificultad).

No me puedo quejar porque sé que , como yo, otros humanos exhiben su blancura en estos tiempos de calor. Se puede decir que soy tan blanco como cualquiera que venga del país más septentrional del mundo o como alguien que haya nacido con la melanina por los suelos (los albinos aparte, claro) . Entre los extranjeros me viene a la memoria la pantorrilla de un finlandés o el rostro de algún alemán -que por cierto ambos países deben estar pálidos por el corte de gas de Putin o por la obligación de pagarle en rublos-. Somos pues seres níveos que nos movemos en la bipolaridad dermatológica del blanco y del rojo. No conocemos el moreno, simplemente pasamos de la blancura a los encendidos moratones rojos. Somos en definitiva los Jekyll y Hyde de la piel.

El blanco indudablemente estuvo de moda en lo femenino y en los rostros de los más adinerados a lo largo de los siglos. En la antigüedad frente a la piel bronceada de las egipcias, las griegas y las romanas preferían la piel blanca porque la palidez era considerada como símbolo de pasión o de nobleza. Y en todo caso, las distinguían de las campesinas bronceadas de sol a sol. Igualmente pasaba en la Edad Moderna con razones similares: clara de huevo, harina de habas, carbonato de plomo, arsénico, ingesta de arcilla y demás ceras empolvaban tantos rostros femeninos como masculinos. Tuvo que llegar la Revolución Industrial para cuestionar el estatus blanco de la piel, porque la gente adinerada empezó a gozar del sol para diferenciarse del obrero que no salía a penas de la fábrica para que le diera el aire.

Tuvo que llegar los años 20 del pasado siglo para que una diseñadora de moda llamada Coco Chanel pusiera de moda el estar morena. Cogida de la manita del duque de Westminster en su yate y gozando de horas y horas de sol (mientras tomaba algún cóctel o una copilla de champán), empezó a poner los dientes largos a las francesas para que estas consideraran el bronceado como signo de belleza y salud. De esta manera se puso de moda también irse de vacaciones al mar y reforzar el moreno con la adquisición de bronceadores, tanto en Europa como al otro lado del Atlántico.

En España me viene a la memoria las caras bronceadas (y algunas acartonadas) de los protagonistas de la jet set marbellí de los años ochenta y noventa del pasado siglo. El moreno realzando a gente guapa, feliz y despreocupada llenaba crónicas de la prensa rosa y demás programas de televisión. Ahí me imagino aristócratas, figurillas y jeques tomando el sol en la playa o en sus yates y por la noche, con el color del dinero, gozando de las fiestas en discotecas exclusivas. Estarían Lita Trujillo, Jaime de Mora y Aragón, la noble sonrisa de Gunilla Von Bismarck, Espartaco Santoni o Marujita Díaz “por un poné”. Me gusta imaginarlos por la noche luciendo color en una discoteca bailando el Cuéntame de Manhattan Transfer (Cuéntame lo que te pasó/que estaba en la playa/recorriendo las aguaritas/y vino una abejita y me picó ay, ay).

Actualmente la degeneración de los rayos ultravioletas (amén de las consecuencias del cambio climático) con toda su retahíla de amenazas para la piel está empezando a cambiar la moda del sol. Aunque todavía se ven delanteras y espaldas cogiendo color en la playa, la gente lo hace con gran difusión de protectores solares y el blanco con un poquito de color se trae de vuelta tras las vacaciones. Porque salvo el culto al moreno de las sudamericanas y de otros amantes del sol, el mundo vuelve a ser de los blanquitos (ole).

Ya hace tiempo que la industria cosmética lanza todo tipo de cremitas y factores de protección solar para el cuidado de la piel. La eterna juventud, como la busca del Dorado, también tiene en cuenta el daño del sol. El político colorado que vuelve al diario de sesiones después del verano, el actor de buena melanina y piel oscura o la guapa famosa de turno, seguro que se gastan una pasta gansa en cremas para la piel. Así pues en un programa emitido por Comando Actualidad en el 2019, la presentadora afirmaba que en el 2017 el cuidado de la piel en España rondó la cantidad de mil millones de euros. Y según CB Insigths en el 2023 la industria cosmética generará 800.000 millones de dólares. Tenemos sol para rato pues.

Sol para rato pero yo sigo estando blanco y sano paseando por la playa. Tal vez necesite mil años para ponerme moreno, pero no estoy solo: la espuma del mar , el vientre de las golondrinas, el interior de las conchas, las paredes encaladas o el rubor de una geisha me acompañan.