La Tostá

Hijo de la dictadura franquista

Image
Manuel Bohórquez @BohorquezCas
02 sep 2021 / 08:02 h - Actualizado: 02 sep 2021 / 08:05 h.
"Música","Cine","La Tostá","Guardia Civil","República"
  • Hijo de la dictadura franquista

Nací en 1958, luego, según me dijo hace pocos días un sicólogo, soy un hijo de la dictadura franquista. Eso explica muchas cosas, claro, sobre mi compleja personalidad, según este amigo sicólogo. No creo que fuera nunca consciente de que me criara en una dictadura, por la sencilla razón de que no conocí la República, la democracia, por lo tanto no podía comparar. Siempre fui un niño libre porque pude hacer lo que me gustaba, a pesar de las limitaciones de casa, que tampoco era un cuartel. Podía jugar al fútbol, a carabineros o bañarme en los caños y arroyuelos del pueblo o de localidades cercanas a Palomares como Coria del Río, Mairena del Aljarafe o Almensilla. Soy del Betis porque lo decidí yo mismo siendo un niño, como decidí aficionarme a la lectura y la música y hasta lo de dejar el colegio a los 13 años para ponerme a trabajar de panadero en Coria y poder ayudar a mi madre. El Régimen no me impidió jamás hacer lo que hice, ni tampoco me obligó. Desde muy niño decidí que no quería ir a misa, porque me aburría escuchando a don Amadeo, el párroco de Palomares y Mairena, que era más divertido en la calle. Nunca fue la Guardia Civil a casa a obligarme a ir a rezar. Eso sí, en el colegio me forzaban a cantar el Cara al Sol cada mañana antes de entrar a clase, pero me gustaba cantar eso y un fandanguillo de Huelva que ni siquiera fue sometido a la revisión de la temida Censura:

Libre como un alcaraván

en los campos de Mampela.

El cielo entero me alumbra

cada mañana en la vega

mientras el sol se derrumba.

En los setenta, antes de la muerte de Franco, los chavales de Palomares íbamos a buscar novia a Coria, Mairena o San Juan de Aznalfarache y regresábamos a casa a la hora que queríamos. A veces escuchábamos a nuestros padres o abuelos hablar de la maldita guerra, pero jamás, nunca, me inculcaron odio hacia nadie, ni me animaron a venganza o revancha alguna. “Como te pelees con alguien te majo a palos”, me decía mi madre casi a diario. Nadie me llamó pobre, rojo, franquista, racista, homófobo, machista o fascista, como ahora. Cuando era panadero, con 13 años, ganaba trece duros y un kilo de pan cada día y el Estado no me quitaba nada. Eso sí, todo se lo llevaba Pepa. Nadie me obligó nunca a llevar una ropa determinada, ver un tipo de cine o escuchar una música concreta. Se ve que Franco se olvidó de mí. Hoy, en cambio, en esta democracia que voté ilusionado, el Estado me quita la mitad de lo que gano. Me invita a votar cada cuatro años pero durante ese espacio de tiempo no puedo decidir nada. Me sube la luz y los alimentos básicos sin piedad alguna. Me pide que me jubile más tarde para que los gobernantes puedan vivir mejor y tener más privilegios. Me obligará a ser un viejo con apreturas. Me quitaría la casa si no pudiera pagar la hipoteca y me encarcelaría si le tirara una majada seca a la cara al presidente del Gobierno por mentirme y engañarme. Y resulta que todos mis problemas de tarro son que soy un hijo de la dictadura franquista.