La Tostá

Historias del frío de Palomares

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
11 ene 2021 / 06:58 h - Actualizado: 11 ene 2021 / 07:03 h.
"La Tostá"
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Me crié en una casa muy fría en invierno, con paredes endebles y techo de canales o uralita. Entonces, hace más de medio siglo, solo teníamos en casa una copa de cisco para calentarnos en la mesa camilla. Una noche nos acostamos los tres hermanos en la misma cama, atravesados, y como hacía mucho frío le pedimos más mantas a mi madre, que nos echó encima las dos o tres que guardaba. Como queríamos más, abrió el ropero y se puso a sacar abrigos y a echarlos encima de nosotros. Ya no teníamos frío, pero seguíamos pidiendo más tapijo, como jugando, y entonces mi madre se echó encima para acabar de abrigarnos. Y así nos dormimos, con medio metro de ropa encima y doña Pepa tapándonos como tapan con las alas las gallinas a sus pollitos al anochecer. Por las mañanas, al levantarnos, lo primero que hacíamos era ir a ver si se había congelado el agua del lebrillo del corral y casi siempre era así en los meses de diciembre, enero y febrero. Lo bueno de los inviernos era que solo nos bañábamos los domingos por la tarde. Los demás días era un ligero lavado de cara, para quitarnos las legañas, y agua en el pelo para desenredar las saleas. Mi madre no nos echaba mucha agua, por el frío, pero mi abuelo nos ponía como pollos ahogados y cuando salíamos a la calle para ir al colegio se nos congelaba el flequillo antes de llegar a la taberna de Mariquita Méndez. Al llegar al colegio, don Celso, el maestro, un zumbado de mucho cuidado, estaba casi todas las mañanas en bañador subido a una mesa y sus hijos, también bastante pirados, le tiraban encima agua de nieve, con escarchas, porque decía que era bueno para apretar las carnes. En las aulas no había calefacción y pasábamos un frío terrible, sobre todo en las orejas, siempre descubiertas en aquellos años porque nos pelaban al cero por aquello de la miseria. Don Celso nos las calentaba a veces con una de sus palmetas, la más fina, que era una varita de olivo. Te veía hablar en clase, se acercaba por detrás como una culebra y te daba con la varita, diciéndote: “¡Zas, te picó el misquito!”. Te ponía la oreja hirviendo y roja como un tomate de Antonio el de la Huerta. Cuando salíamos al recreo, el patio era una nevera. Menos mal que íbamos a por un bollo a la panadería, recién salido del horno, con el que nos calentábamos las manos antes de zampárnoslo con aceite. Cuando no había bollo jugábamos un ratito a piola y sudábamos un poco. Cuánto frío pasé en Palomares del Río en aquellos inviernos que no terminaban nunca, con lagunas en el campo y la ropa justa. Por las tardes, cuando el sol se perdía por encima de las copas de los olivos tiñendo de oro viejo el cielo del Aljarafe, los vecinos hacían candelas en sus puertas y los niños corríamos como locos a calentarnos en ellas hasta sudar la gota gorda. Al anochecer, mi madre salía con la copa y una paleta para coger brasas con las que calentar algo el salón de casa y toda la familia, cinco en total, nos juntábamos en la mesa camilla a ver El túnel del tiempo o ¿Es usted el asesino?, hasta que el calorcito de la copa y el puchero o las gachas nos provocaban el sueño justo para meternos en el colchón de borra o foñico y soñar con una de aquellas estufas modernas que nunca tuvimos en casa.