Me están afectando especialmente los fallecimientos de militares, guardias civiles y policías, a causa de la pandemia. Tal vez porque en los últimos años he conocido personalmente a algunos miembros de los llamados cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, a alumnos míos cuyos familiares eran militares, acaso porque he tenido alumnos militares en las clases que he impartido en el Aula de la Experiencia de la Universidad de Sevilla, que me han hablado de asuntos interesantes tanto en clase como en privado.
Junto a todo lo anterior, llevo años poniéndome en el lugar de estas personas, puede que porque comprenda que todos ellos se merecen mucho más de lo que España les da, tanto en medios como en sueldos. Me ha impresionado la muerte de guardias civiles jóvenes o que estaban a punto de vivir una jubilación merecida, así como la de militares y guardias civiles de alta graduación.
Al subteniente Palencia solo le quedaba un año para pasar a la reserva, destinado en la base de Cuatro Vientos, en Madrid. Dicen los medios que no participaba en la operación Balmis, que engloba todas las tareas del ejército destinadas a luchar contra la propagación de la pandemia. Tenía 58 años. Bueno, unos medios dicen 56 y otros 58, da igual, era joven. El teniente coronel del GAR (Grupo de Acción Rápida, de la Guardia Civil), Jesús Gayoso Rey, murió también por culpa del coronavirus con solamente 48 años. El coronel de la Guardia Civil Jesús Vélez Artajo tampoco pudo con el virus. José Luis Gómez Bravo, un veterano policía nacional en activo que había servido en la Unidad de Intervención Policial (UIP) o antidisturbios de Barcelona durante los últimos 23 años, cayó igualmente, víctima del coronavirus. Uno pierde ya la cuenta en el mar de cifras de esta pandemia, pero creo recordar que casi media docena de guardias civiles han fallecido ya, alguno muy joven. Y no hablemos de los infectados (más de 1.600 sólo entre guardias civiles y policías nacionales y municipales).
A ninguno de los fallecidos se les puede aplicar eso de que eran viejos y además presentaban patologías previas, o el virus no entiende de edades o a estos servidores de la ley los han tenido insuficientemente protegidos cuando son ellos nuestros protectores. Me impresiona que unos hombres seguramente preparados para morir en otras circunstancias más relevantes lo hayan hecho –sí en acto de servicio, un honor- pero a manos de un microbio que ha llegado a nosotros porque unos sujetos tienen la costumbre de comer animales exóticos a los que ya se sabe portadores de virus que pueden pasar a los humanos. Es más fácil derribar un muro a bocados que una costumbre.
He visto por TV a guardias civiles y a policías nacionales en las manifestaciones violentas e incendiarias de los pijos trotskistas y anarquistas catalanes, acorralados y sin poderse defender porque la debilidad del gobierno anteponía unos votos al orden en las calles, aunque lo de menos es el orden en este caso, lo más importante es que supongo que la policía y la guardia civil como cuerpos se sentirían humillados y esas instituciones deben tener siempre la estima bien alta porque es muy grande la responsabilidad que cae sobre ellas. He visto a ese sujeto que por las redes afirmaba que se estornudara en la cara de los militares para contagiarlos y que se fueran de Cataluña.
En cuanto al ejército, me informo a menudo sobre ensayos, pruebas balísticas y maniobras militares de países como India, Turquía, Irán, por no citar a los más grandes, y cuando observo el armamento con el que cuenta el ejército español imagino que sus responsables militares no estarán muy satisfechos, tenemos el culo al aire.
Sin embargo, ahí que están, dando el callo, y yo, que aún siento algo de repelús cuando los veo por mi pasado clandestino comunista y de militancia antifranquista, he reflexionado mucho, miro atrás sin ira y comprendo que debo dejar de hacer ya el imbécil y dedicarle al menos estas líneas a unas personas que, a las órdenes de los representantes políticos del pueblo español, deben formar parte esencial del renacer de un país que no debe tolerar el más mínimo insulto ni de Alemania ni de Holanda ni de nadie porque cuando esos países ni existían nosotros ya teníamos en nuestro territorio un germen de estado moderno al que ahora debemos levantar, sin complejos, como el país poderoso que fue. Porque se puede ser de izquierdas, pero no gilipollas.