La llegada del Señor es una certeza mucho antes de que la inmensa Cruz de Guía de Ruiz Gijón –espada, escalera, tenaza y esponja– rompa la primera espita de esperanza. Las miradas al reloj y las lecciones de paciencia se dan por bien empleadas cuando pasan los larguísimos e impecables tramos de cirios. La espera se entretiene con la contemplación de las insignias: desde el guión de la Epifanía hasta el llamativo pabellón pontificio; pasando por los relicarios, el banderín de la Bolsa de Caridad o el definitivo estandarte corporativo que anuncia que el severo cortejo está llegando a su final. Se adivina la luz de los ciriales de Marmolejo; los flashes de las cámaras rebotan en las esquinas y las varas de presidencia dan paso, por fin, al brocado litúrgico de las dalmáticas de los monagos. Aún no se ve al Señor pero hay un siseo que corre, como una mecha de pólvora, saltando de calle en calle. Se hace el silencio y aparece –por fin– el paso del Gran Poder. Es sólo un instante que querríamos detener. El Señor cruza el mar de cabezas y te interpela con su mirada. ¿Querrías atrapar para siempre el instante? Quizá preferiste contemplar esos segundos en la corte celestial a través de la dudosa pantallita de tu teléfono móvil. Desperdiciaste un tiempo tan fugaz como irrepetible para hacer una foto como hay mil más. Estabas viéndolo pero dejaste de mirar. Seguramente estamos haciendo algo mal.