La vida del revés

Ir al gimnasio todos los días te convierte en un hortera

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27 sep 2021 / 17:06 h - Actualizado: 27 sep 2021 / 17:35 h.
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  • Fotografía: EFE
    Fotografía: EFE

Me encuentro completamente fascinado; nunca hubiera podido pensar que lo hortera fuese una forma de vida; nunca llegué a imaginar que un espejo pudiera tener el mismo poder que un altar dedicado a la deidad; nunca pude imaginar que la tortura fuese algo deseado por seres humanos aparentemente normales.

Un gimnasio es ese lugar en el que se concentran personas con el fin de hacer cosas similares para conseguir objetivos similares. Aunque existen matices y los caminos son diversos, todos los que visitan el gimnasio a diario buscan un cuerpo más bonito, más esbelto y más envidiable. Todos los usuarios de gimnasios se intentan olvidar de lo que son y tratan de parecer lo que quisieran ser en el plano físico. Los más gordos tratan de ver cómo su cuerpo se encoge gracias al palizón que se dan en la bicicleta elíptica; los más débiles se ven como hombres y mujeres corpulentos (eso sí, en potencia); los más viejos creen rejuvenecer durante una hora porque el cuerpo les duele por el ejercicio y no por los achaques que siguen acechando tras la puerta del gimnasio. Y todos viven una realidad paralela disfrazada de camisetas de tirantes que dejan ver músculos preciosos, mallas que dibujan figuras endurecidas por las horas de sufrimiento, conjuntos que brillarían a doce o trece kilómetros de distancia y deslumbran a los compañeros de fatiga. Eso sí, en realidad todo dentro del gimnasio parece estar acartonado, reciclado, fingido; todo lo que pretendía ser elegante es, en realidad, tosco, feucho y ridículo. Me pongo de ejemplo para que nadie se me enfade: si me colocara una cinta en la cabeza, una camiseta sin mangas y una malla ajustada, parecería el anuncio del Apocalipsis. Es lo que hay.

El que entra en el gimnasio está condenado a gustarse un poco más. Los espejos llenan las paredes para que puedas hacer el movimiento exacto con las mancuernas en las manos. Es casi más importante lo bien que se te ve en el espejo que el peso que arrastras. Y te dejan ver lo que sucede en el resto del lugar. Si beben o miran el móvil, quién conoce a quién, si te miran, si pasan de ti... Todo está en los espejos. El espejo es el notario de lo que ocurre en el gimnasio y de los progresos personales. En un mes, los bíceps han crecido y la cintura es más discreta. Si no es así, no pagas la cuota del mes y te rindes. El espejo es el testigo más objetivo y fiable. Y se chiva.

En el gimnasio, los jóvenes se sienten más inmortales de la cuenta, los viejos volvemos a sentir esa sensación tan placentera que nos lleva a pensar que se morirán los demás. Hasta el pensamiento se torna hortera. En el gimnasio somos dioses de pacotilla.

Hay cosas del gimnasio que servirían para escribir un ensayo profundo y extenso. ¿Puede alguien querer pasar 50 minutos subido a un potro de tortura? Ya lo creo. La clase de eso que se llama spinning se convierte en una trituradora de cuerpos humanos. Consiste en subirse a una bicicleta y seguir las instrucciones del monitor. Se simula una ruta en la que los picos son terroríficos, el ritmo endiablado y el cansancio demoledor. Una clase de spinning (de las duras) equivale a morirse sobre la bicicleta con derecho a resurrección. Levantar de distintas formas pesos para fortalecer músculos, que uno descubre sobre la marcha y no hubiera imaginado que existieran, se convierten en respiraciones bruscas que hacen pensar en un sufrimiento descomunal, pero con derecho a mirarse con satisfacción en el espejo de la derecha. Intentar fortalecer los músculos abdominales (ocultos bajo varios centímetro de grasa) con la ilusión de ver como se convierten en onzas de chocolate se convierte en una obsesión que te hace sudar y sufrir como si no hubiera futuro para los gorditos de toda la vida. El deseo no se suele convertir en realidad, claro.

Dicho todo esto, hay que añadir que durante la clase de spinning se te pasa la gilipollez de cuajo porque eres incapaz de pensar en algo distinto a cómo sobrevivir a semejante esfuerzo; trabajar una rutina diaria te permite pensar que estás mucho más sano; y compartir estas cosas con desconocidos te recuerda que a este mundo todo hijo de vecino viene a lo mismo. A vivir y morir lo mejor que se pueda. Unas veces con derecho a quejas y a resurrección; y otras sin posibilidad de devolución ni cambios.