Jueces

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28 abr 2018 / 21:46 h - Actualizado: 28 abr 2018 / 22:28 h.

Los políticos cambian, los jueces permanecen. A diferencia de los primeros, los jueces son inseparables de su función e inamovibles de sus puestos, y no por capricho. Su independencia, aparente y real, forma parte inescindible del estatuto desde el cual ejercen la función constitucional encomendada: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado con exclusiva sumisión al imperio de la ley. Los jueces son seres esquizofrénicos en este sentido, pues carecen de voluntad propia cuando ejercen de tales. Al tiempo de colocarse la toga dejan en el perchero su creencias, inclinaciones, opiniones políticas y todo aquello que pueda enturbiar la independencia que su tarea exige. Los jueces y magistrados están enseñados para aplicar con pericia jurídica lo decidido por ese poder del Estado que no tiene nada de independiente, sino perfectamente político: el legislador y su voluntad mayoritaria, el poder que encarna la representación plural de la sociedad. Por esta razón el sabio Montesquieu calificaría al poder judicial como poder neutro y vicario, pues se constituye sometido únicamente al imperio de la ley, que es como se dice en nuestra Constitución. En nombre del pueblo los jueces administran justicia, de otra forma sería insoportable.

Pensar en jueces que aplican su propia voluntad es aceptar el derrumbe del sistema. El gobierno de los jueces es una expresión sinónima de dictadura. Sencillamente porque quedaríamos expuestos a la voluntad terrible de quien tiene poder bastante para disponer de nuestra entera libertad y patrimonio. Pero como no debemos descartar ninguna posibilidad, no está de más que estemos prevenidos. Las actuaciones judiciales son públicas y las decisiones de jueces y magistrados siempre han de motivarse. Son estos los únicos instrumentos de que disponemos para defendernos de un juez que pretendiese juzgar desde su propia voluntad con menosprecio de la ley. Sin embargo, la misma idea de motivación indica que aunque una sentencia esté argumentada no quedamos obligados a compartir sus fundamentos y, por su puesto, su fallo. Siempre desde el respeto podremos discrepar y, si cabe recurso, plantearlo. Lo que no podemos hacer nunca, salvo que pretendamos minar el sistema, es descalificar con argumentos políticos, por más nobles que estos puedan ser, las decisiones judiciales que argumentadas jurídicamente se desenvuelven razonablemente en los estrechos márgenes que delimita la ley. Solo que ocurra debería preocuparnos, porque desconfiar de la justicia es síntoma de alarmante descomposición.

Señalaré algo que quizás no se ha recalcado bastante: el abuso sexual está penado con 10 años de cárcel como máximo y la agresión sexual (violación) con 12. A estos seres depravados les han impuesto una condena de 9 años y se ha hecho de forma jurídicamente argumentada y dando crédito al relato de la víctima.