En la película Comanchería (Hell or High Water, David Mackenzie, 2016), dos hermanos se dedican a robar en sucursales bancarias en el contexto de la grave crisis económica mundial de principios de este siglo. El motivo no es otro que obtener el dinero concreto que les permita evitar el embargo de la granja familiar. Más allá de las magníficas interpretaciones, el ritmo narrativo y la estética de wéstern postmoderno, nos encontramos ante una crítica social al sueño americano y a un sistema bancario y económico repulsivo en su esencia, moralmente criminal y absolutamente despreciativo con las necesidades básicas del ciudadano medio. El cine vuelve a cumplir con la fantasía personal de lo que te apetecería hacer en la realidad, empatizando con los personajes y teniendo una concepción cristalina de los verdaderos ladrones.
La campaña “Soy mayor, no idiota” que ha lanzado el médico jubilado Carlos San Juan De Laorden y otros casos -incluyendo mayor dramatismo al añadir problemas de movilidad a una edad avanzada- como la denuncia de Amparo Molina (por el cobro de comisión en ventanilla ante problemas de retirada de efectivo con su cartilla), han evidenciado el grado de cinismo y desprecio de un sector bancario, bursátil y financiero que no solo es y ha sido culpable de buena parte de nuestras desgracias globales, sino que además fue ayudado y rescatado con dinero público sin el menor pudor y en la impunidad más absoluta. Aunque en realidad es un problema que nos afecta a todos, es de especial vergüenza que personas que deberían disfrutar ya de un descanso merecido, se vean excluidas o perjudicadas por un sector que se ha sonrojado mínimamente ante su desfachatez manifiesta, o qué decir de unos gobiernos centrales y autonómicos que “toman nota” pero que ni por asomo se atreven a un intervencionismo directo y contundente, no vaya a ser que se les califique de marxismo beligerante.
La frágil memoria que un neoliberalismo salvaje impone es reforzada por un sistema social de consumo fácil y banalidad intelectual, que parece haber olvidado las penurias y angustias sociales que vivimos y que siguen vigentes. Aquello de las hipotecas subprime, la especulación brutal del precio de la vivienda, los recortes públicos o las primas y sueldos estratosféricos de directivos que vendieron, robaron y estafaron legalmente a miles de incautos, es ya humo desvanecido. Aunque las consecuencias de aquel colapso final terminarían cargadas sobre nuestras espaldas, el amo sabe que la acémila -aunque maltratada- seguirá dando vueltas a los cangilones.
No aprendemos del pasado reciente ni nos rebelamos, tropezamos en la misma piedra una y otra vez porque el sistema te ha enseñado que el individualismo es la esencia de un supuesto equilibrio intocable y que siempre habrá algún otro en situación peor que la propia. Cualquier nueva norma, hábito o cambio general que impone el mercado se asume por defecto y se esgrime como si hubiera sido una decisión colectiva o evolución necesaria de la que no se puede renegar, a riesgo de ser marcado como antisistema.
Antes del periodo COVID y de manera inquietantemente previsora, empezamos a recibir pautas de los cambios que se iban a realizar en sectores como las comunicaciones, las energéticas o la banca. Todo estaba en marcha con una frialdad como la que Eichmann emitía al hablar de la gestión de “transportes” hacia los campos de exterminio. En el ámbito bancario -y pongamos un caso hipotético- de pronto recibías un mensaje de tu cuenta sobre cambios en las condiciones de atención y diversos cobros de comisiones, a pesar de tener nómina, seguros, recibos domiciliados o la consabida y eterna hipoteca. El contacto con tu sucursal de toda la vida recibió cambios importantes en el perfil de interlocución habitual: directora de unos 37 años que despliega una frialdad inicial con mínimas dosis de gentileza forzada, que se torna implacable cuando te explica tu nueva realidad como cliente-pagador (que va a ser digital-virtual sí o sí, y por tu “bien”), y que si no quieres esas lentejas le basta con tirar de frases hechas como “el mercado es libre” o en “un banco no hay nada fijo”.
La fidelidad de cánido fiero le viene de su más que probable formación en máster privado (salvo excepciones, no es que exista mucha diferencia ya con las directrices en la educación pública), así como de las órdenes claras de su empresa, basadas en la competitividad, el cinismo y el aislamiento de criterios éticos o escrúpulos. En la misma cita donde te ha recordado permanente que el tiempo que te puede dedicar es limitado, el buen observador escucha en la mesa de al lado a un pobre anciano con pensión mínima, que no entiende ni puede asumir el mismo discurso que estás recibiendo. Más patético es cuando se escruta al resto de empleados con las orejas gachas, pendientes de guillotina, rezando y tragando saliva, los más jóvenes por saber qué tiempo le queda de mísera nómina y contrato precario, los mayores por no ser despedidos o llegar a la jubilación a duras penas. El miedo hace al ser humano miserable y propicio a ignorar el sufrimiento ajeno o incluso a cavar su propia tumba.
Se termina la entrevista explicitando el deseo de una revolución que no llegará y de un gobierno que les ponga freno a estos desmanes -y ya puestos- se le sugiere el ahorro de esa basura de publicidad de cristalera que habla de “amistad y tu banca”: un rostro impávido pero levemente encendido por la rebeldía testimonial del cliente, reacciona con entrenamiento perfecto y se permite el alarde de sentenciar que si cualquier partido político limitara sus intereses corporativos, la entidad no tiene más que hacer el traslado de su sede a un paraíso fiscal y de paso hacer volar la economía nacional. Satisfecha, no necesita más que indicar la puerta de salida.
Por hilar, algunos ya mencionamos que la pandemia ha sido el marco perfecto para la implantación de determinados modelos que bajo la apariencia de una modernización digital, no es más que el pretexto para seguir desmantelando el ya muy reducido estado del bienestar y sobre todo, establecer un nuevo paradigma en las relaciones humanas que descansarían en la limitación de libertades, la imposibilidad o el agotamiento de la reclamación de la injusticia y la anulación de la respuesta colectiva mediante la disolución de la identidad individual en un avatar ilusorio.
En el plano educativo ya advertíamos del experimento virtual realizado a gran escala en estos dos últimos años, con lo que en un futuro relativamente cercano se podrá reconvertir la actual presencialidad constructiva en una simple amalgama de tutoriales insertados en una app. Reducir el complejo proceso formativo a un conocimiento cortoplacista y fragmentado, una pedagogía infantilizada a base de actividades básicas, la ausencia de pruebas evaluativas certeras y un sobresaliente generalizado, probablemente te hagan merecedor del premio al docente del año o muchos likes, pero en el fondo no se hace más que alimentar las estructuras del poder y sus intereses.
Espero que se entienda que con la crítica expuesta no es que se pretenda volver a escribir todo con pluma de oca, pero sí que hay un gran abismo entre utilizar las tecnologías y opciones digitales-virtuales como recursos útiles y adecuados a necesidades específicas, o que sea el eje generalizado e irreflexivo de nuestra forma de vida. Añádase que en los espacios laborales-administrativos y sin otra opción, cada vez se tienen que hacer más acciones sin interactuar en vivo con una persona, por lo que me pregunto si se tiene claro cuantas profesiones o puestos de trabajo son o serían prescindibles desde esa óptica reduccionista.
Siendo más incisivo y diseccionando los entresijos ocultos, esta despersonalización digital es ciertamente el mismo principio-proceso psicológico por el que se hacía desnudar, rapar, vestir uniforme a rayas y llevar tatuado un número en el brazo, o portar -si se prefiere algo menos tremendista- el numeral y chándal verde de El Juego del Calamar: no tienes nombre, solo eres un dato, una cifra, una entidad abstracta a la que responde un algoritmo, una máquina, una voz o un ser vivo despojado de toda humanidad emocional. Si no tienes móvil, aplicación o red...simplemente no viajas, no accedes al servicio necesario, no te educan, no te cuidan, no te comunicarás, serás excluido y simplemente no existirás.
En un avance mayor de lo que será un control absoluto, no es ya aventurado pensar en cercanías temporales que impliquen la implantación obligatoria de dispositivos corporales bajo la idea del “bien común” o qué decir de la idea Metaverso del aprendiz de tirano universal con cara de niñato inmutable. Vamos en esa dirección y lo peor es que hay cierta masa amplia que parece gustarle...