Decía Arthur Koestler que ‘el patíbulo no es solamente una máquina de muerte, es también el más antiguo y más obsceno símbolo de esa tendencia propia de la especie humana que la conduce a desear su propia destrucción moral’. Y no le faltaba razón. Isaac Asimov decía que ‘sólo hay una guerra que puede permitirse el ser humano: la guerra contra su extinción’. Tampoco le faltaba razón. Sin embargo, los hombres y las mujeres han peleado por conseguir o mantener cuotas de poder desde el principio; por lograr acumular riquezas que no podrían gastar en diez vidas seguidas, también, desde el principio; defendiendo dioses de todos los tipos y colores esgrimiendo como principal excusa que la guerra era un encargo directo de la propia deidad. En definitiva, el ser humano siempre ha encontrado razones para matar o para causar la muerte de otros hombres y mujeres, para provocar daño, para hacer sufrir. Y lo peor es que no parece que hayamos aprendido nunca nada. Nada de nada.

Cada día nos colocamos frente a un enemigo cualquiera. Y batallamos. Venimos con esa tara de fábrica. Eso sí, nos hemos convertido en grandes especialistas del disfraz o del disimulo. Llevamos un cuchillo entre los dientes y lucimos un complemento de color rosa para que todo parezca pacífico, sensato y prudente. Pero, en cuanto podemos, lanzamos el hacha con intención de hacer daño. Tratamos de justificar lo que estamos haciendo, casi siempre, culpando a otros. Pero si el daño provoca la derrota absoluta sentimos que hemos logrado el objetivo. Nunca fue distinto.

No queremos asumir que el ser humano llega a este mundo con dos metas fijadas desde siempre. Venimos a morir. De esta no se libra nadie. Venimos a cuidar unos de otros; podemos dar las vueltas que queramos a cualquier asunto, pero siempre llegamos a ese territorio en el que aprendemos que si no cuidamos unos de otros será nuestro fin.

En fin, nos pasamos el día discutiendo, intentando hacer daño, insultando o cualquier otra cosa que guste poco al que lo piensa. Y lo peor es que casi nunca conseguimos un precio que nos haga pensar que ha merecido la pena. Somos de lo que no hay.