Opinión
José Carlos Carmona
La burocracia quema al profesorado
Tengo muchos amigos profesores de Secundaria y todos están viviendo unas semanas de auténtica asfixia burocrática. Una asfixia burocrática que, a todos, sin excepción, les parece absurda e inútil. Y les lleva a tal tipo de agotamiento que, cuando llegan a clase, sienten que odian su trabajo más que nunca. Todos ellos son profesores comprometidos con sus alumnos y con su profesión, pero la burocracia los está llevando al límite de su paciencia.
Se pasan las tardes sentados delante del ordenador en sus casas cumplimentando informes de cada una de sus asignaturas según cuestionarios complejos llenos de ítems.
Y tienen que modificar los informes si, por ejemplo, un profesor tenía previsto explicar en dos clases el feudalismo y los alumnos se han sentido interesados porque han visto similitudes con los narcotraficantes que ven en las series de televisión y sus ejércitos privados, y el profesor decide dedicarle tres clases en vez de dos, en teoría tendría que modificar toda su programación docente. Si la parte de su programación que correspondía al feudalismo, fuera un 4% y le ha dedicado una clase más de lo previsto, tiene que meterse en el programa, modificar ese 4%, ponerlo en 6% e irse a otra parte de la programación para restarle el 2% que le ha dedicado de más, y elaborar una justificación. Esto les lleva a dos salidas irregulares: o mienten y no escriben el cambio o mienten a la hora de redactar la programación y lo llenan de generalidades vacías que abarquen todo tipo de posibles cambios ulteriores.
Todo esto se carga en una aplicación que no suele funcionar bien, que a veces no permite el corta-pega de un informe previamente elaborado en Word porque el tipo de letra no es exactamente el que usa el programa.
La obsesión de los nuevos legisladores/pedagogos es la de evaluar. Estar permanentemente evaluando. Antes había tres evaluaciones, pero ahora hay, además, una preevaluación, más una evaluación ordinaria. Se tiende a cinco evaluaciones y quizás una sexta extraordinaria.
Si, además, en sus aulas hay alumnos de los programas de Diversidad, el profesor tiene que aplicarle distintas adaptaciones educativos (desde los de Altas Capacidades hasta los que tienen dificultad de idioma o intelectiva) porque tienen distintos tipos de aprendizaje. Y, después, aplicar, evidentemente distintos tipos de evaluación con sus informes pormenorizados, que nadie lee, pero que se hacen por si alguien reclama en algún momento del proceso evaluador.
Los profesores tienen, por ejemplo, que hacer una evaluación competencial, y eso les obliga a evaluar competencias de asignaturas que no son suyas, por la transversalidad. Por ejemplo, el profesor de Lengua tiene que valorar de manera colateral cuántas competencias matemáticas, científicas y tecnológicas puede que haya adquirido en su asignatura. Para eso, tendría que haber previsto actividades que lo pudieran comprobar (como contar versos -para las matemáticas-, leer poesías sobre el firmamento -para las ciencias- y enviárselo al profesor por correo electrónico -para lo tecnológico-...).
Cada suspenso, ni que decir tiene, requiere un informe de análisis de todos los aspectos.
Cada absentismo, también requiere un informe particular, y luego uno mensual.
Cuando redactan sus informes finales, llenos de tantos por cientos, consecución de objetivos en cada uno de los parámetros: actitudinales, competenciales, de conocimiento, etc., tienen que justificar cada uno de esos logros, avances o retrocesos. Y así alumno por alumno, en clases que pueden llegar hasta los 31 estudiantes en Secundaria, y hasta 37 en Bachillerato.
Y todo esto por medio de rúbricas (que son tablas de Excel donde se dividen los contenidos en muchos ítems a los que se le aplica un porcentaje. O sea, hay apartados que valen un punto o punto y medio, hasta llegar a diez. Por ejemplo: «Presentación de los trabajos»: el profesor puntúa de 1 a 10, pero ese apartado se convierte en 1 punto como máximo. Calculen todo esto multiplicado por 6 grupos, por 30 alumnos por 5 evaluaciones). Ya no sirve eso de «Este alumno es de 6». Pero el asunto es que todos estos procesos de evaluación que deberían de ser deductivos (de unas premisas se llega a una conclusión) funcionan al revés, inductivamente: el profesor piensa «este alumno es de 6» y ahora se pone a rellenar los ítems para que le salga esa cuenta. No podemos dejar de pensar como pensamos. Finalmente, los informes de evaluación tienen que ser subidos al programa de la Junta que se llama Séneca y que funciona fatal. Son 60.000 profesores accediendo a un mismo programa para meter datos. Inoperante.
Por supuesto, nadie lee estos informes. Esta sensación de País de Kafka donde la burocracia fagocita sus horas para la nada, para el absurdo, les lleva a estos profesores (gente inteligente por definición) a la más triste de las frustraciones. Lo que hace que muchos de ellos, en estos días de burocracia infinita, hasta duden de si seguir en la profesión, por más que les encante estar con los alumnos en clase.
Esta es la terrible deriva de sistemas piramidales abstractos: unos individuos «piensan» desde sus despachos cómo conseguir que todo esté atado y más que atado por si hubiera una protesta de un padre, una queja, algún tipo de revisión o inspección o cuestionamiento, y lo salvan con procedimientos de burocracia escrita (informatizada) cuyo principio básico se resume en «por si acaso».
Algún pedagogo teórico de los que nunca ha entrado en un aula (no se extrañen, yo soy profesor del Máster de Secundaria, el Máster que enseña a ser profesor de Secundaria, y alguno de mis compañeros nunca ha sido profesor de Secundaria: o sea, enseña alguien que sólo sabe las cosas de manera teórica); pues alguno de estos establece que redactando informes se reflexiona sobre el proceso y así el profesor mejora. Pero pregúntenles a los profesores de Secundaria si aprenden o lo único que consiguen es quemarse, porque la libertad e improvisación, llena de cariño, estímulos y saber hacer, surge en gente con vocación, y redactar un informe sobre la tarea que surgió en el aula, por ejemplo, tras la última sonada victoria de Nadal, ni se puede prever ni tiene sentido redactarla «para nadie» porque puede ser que no se vuelva a dar.
La burocracia en las instituciones educativas tiene que reducirse porque van a quemar al profesorado, y un profesorado quemado quema a los alumnos, y, al final, éste se convertirá en un país en llamas.
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