Una vez conté aquí mismo un sueño, del que me desperté con ganas de llorar. Conocí a la infanta Cristina en San Juan de Aznalfarache y me enamoré perdidamente de ella. Pero el rey, su padre, no aceptaba la relación y me echaba los perros cada vez que me acercaba a la finca a verla. “No queremos plebeyos”, me decía siempre. Hice una soleá de cuatro versos en el mismo sueño:
Soñando estaba contigo
y cuando me desperté
te echaba tanto de menos
que al sueño intenté volver.
Tuve que renunciar a aquel amor por mor de un señor que para algunas cosas no ha tenido en cuenta nunca si eran de casas reales o de la plebe, que eso significaba plebeyo en la Roma antigua. Pero miren por dónde, la infanta Cristina se enamoró de un plebeyo alto de ojos azules y me quedé con dos palmos de narices. Mal corte de baraja el de aquel día, porque ya ven en qué ha derivado la cosa. Urdangarin ha salido rana y la pobre infanta debe estar llorando por los rincones, por un cara dura que no merece ni una lágrima por su parte.
Llevo días acordándome de la soleá e intentando volver a aquel viejo sueño de hace más de treinta años, pero no hay manera. Sería la única forma de llegar de nuevo a ella para lograr enamorarla del todo y convencer al Rey Verde de que el plebeyo pobre de Cuatro Vientos iba en serio con su hija.
En los amores prohibidos
la pasión pone el dolor
y el tiempo dicta el olvido.
La Casa Real es una tómbola. Mal se lo están poniendo a Felipe VI para evitar que llegue de nuevo la República, que tampoco sería una tragedia. Pensándolo bien a lo mejor volvería a tener una oportunidad para, ya fuera del sueño, conquistar a la infeliz Cristina de Borbón y hacer que desaparezcan esas bolsas de los ojos que no paran de engordar.
A mí me da un no sé qué
pensar en un no sé cuándo
si nunca va a suceder.
Las uvas siguen estando verdes.