El peligro no es la chapuza de anoche de Trump, la monserga del pasacalles que organizó a distancia para rajarse luego, sino que ese fascismo de vuelo corto, vulgarcete y tripón, se abre paso entre las rendijas de nuestra propia vida cotidiana, en cualquier país civilizado, como la mala yerba en las junturas de los edificios, en los comentarios machistas de las tabernas sin gracia, en la falta de clemencia por el otro, en la ciega creencia de que aquí lo mejor que se puede hacer siempre es lo que digan mis santos cojones.
Ese fascismo no es una ideología postcapitalista, que provenga de ninguna desviación reaccionaria de ayer por la mañana, sino que es la involución casera a la que se ha agarrado desde siempre, cíclicamente, el inmovilismo que sigue flotando en cualquier sociedad a pesar de los avances, las innovaciones y lo que se llama modernidad solo de boquilla. En cuanto se resquebraja mínimamente el bienestar de cartón piedra de los más vulnerables desde el punto de vista mental, surge un mesías especializado en cantos de sirena, un enviado para regalarles el oído a las masas con lo fácil que sería todo si agarrasen ellos el poder, bandoleros de nuevo cuño que, después de haber aprendido a vivir del cuento para ellos y los suyos, prometen repartir la fórmula como los antiguos padrinos en los bautizos, a costa de quienes se queden al margen de su doctrina, que son siempre los otros, los distintos, los raros, los que no merecen respeto porque son los responsables de todas las desgracias de cualquier línea divisoria hasta nosotros. Muertos los perros, se acabó la rabia, predican estos chapuceros al filo de México y al filo del Mediterráneo. La única vacuna que nos salvará es reconocerlos antes de que creamos que la Democracia es de acero y que no se acaba nunca.