Opinión

Cristóbal Ortín

La decisión de ingresar en una residencia

Algunas decisiones difíciles son verdaderas claudicaciones ante lo inevitable porque son producto de un mal menor o una necesidad o porque vemos el precipicio al borde de los pies. Pero también abundan las que son fruto del amor a aquellos que no queremos perjudicar, a los que queremos que sigan con el discurrir de su vida, intentando que les afecte lo menos posible nuestros padecimientos. No, no debe ser fácil ingresar por voluntad propia en una residencia de ancianos teniendo en cuenta que abandonas tu hogar y que la conexión con los seres queridos, si los hay, se enrarece en otro sitio, puesto que tu casa de siempre no solo está construida con ladrillos sino también con las relaciones de tu ser con otros y especialmente con tus experiencias vitales. Tampoco debe ser fácil para unos hijos agradecidos por toda una vida de sacrificios hacia ellos ver como tu padre ya no está donde siempre.

Antonio, mi tío y uno de los pocos ascendientes que me van quedando, es de esas personas que han trabajado duro en la vida y que puede permitirse (y merece) toda la calidad en los cuidados de su vejez (ojalá todas las personas mayores pudieran gozar de los mismos). Pero algo tan evidente no lo sería si sus hijos no pensaran de la misma manera; en este caso sí. Con noventa años quiso entrar en una residencia de ancianos. En esta apuesta ha influido que en el ambiente se percibiera que los cuidados en casa ya no eran suficientes, pero él tampoco quería agobiar a nadie y quería también relacionarse con otros de su edad. Es una persona con sus aciertos y sus fallos pero valiente y con mucho sentido común; para mi también, ese familiar del que desconocías muchos aspectos de su vida.

Todo empezó una de esas tardes en las que lo visité a su casa. Sentado al lado de un aparador desde su vitrina, nos contemplaba la urna funeraria de su mujer y el retrato de su madre (mi abuela) y él contaba sus cosas sentado en un sillón frente al televisor. Me decía que casi siendo un analfabeto cuando llegó a Sevilla de su pueblo, se empeñó en mejorar su lectura y escritura así como en formarse mejor en su oficio de carpintero (oficio que le transmitió un tío suyo). Me hablaba del orgullo que sentía por los cuidados que le brindaban sus hijos y por sus profesiones, por el cariño de sus nietos, pero sobre todo por el vacío que le había dejado la muerte de su esposa. Una mujer trianera que se fijó en él, que plantó su huella desde el principio con un beso en sus labios cuando apenas se conocían, que alardeaba de novio al otro lado del río y que sobre todo fue ella el motor de su vida, el empuje en muchas de sus decisiones. Mi familiar trabajó también un tiempo en una empresa del helado familiar y llegó a convertir su oficio de carpintero en una arte demandado por una selecta clientela. Con esfuerzo y el fruto de su trabajo sostenía su familia, admiraba a su mujer y no descuidaba la inversión en su taller comprando nuevas máquinas.

Un hombre que nació en un pueblo de Sevilla (Las Navas de la Concepción) pero que siempre ha tenido sentimientos encontrados a la hora de volver a aquel. Por el lado del no, nunca olvidaría el fusilamiento de su padre (mi abuelo) por los fascistas, de cómo había sido traicionado éste por los que él confiaba, de como mi abuela después de su muerte tenía miedo de salir a la calle por temor a ser rapada u obligada a tomar aceite de ricino. Y es que desde chaval siempre conoció a los asesinos de su padre mientras que madre se mataba trabajando para sacar adelante a él y sus hermanas (mi madre y mi tía).

Mientras la tarde va consumiendo minuto a minuto el tiempo de Antonio y el de mi encuentro con él, en definitiva un poco más de nuestras propias vidas, este ser querido mira fijo un punto del aire con resignación por los tiempos perdidos y se resigna por lo que ha de venir. Yo lo miro y al final me voy. Y al tiempo me entero por sus hijos, que va ingresar de forma inminente en una residencia.

Es un destino que algún día estará en el mapa si la edad nos regala con un poco de longevidad. Mi madre estuvo en una residencia y ahora la historia se repite: un hombre o una mujer a la entrada de la residencia, el papeleo, la habitación y la convivencia con su compañero o compañera, las comidas, las escaras y los pañales, un salón lleno de sillas de ruedas, la degradación poco a poco... Y los hijos en permanente guardia con su empeño de seguir estando presentes. Es decir el paso del tiempo en contra.

Una decisión difícil para el hermano de mi madre y para mis primos, para él quizás el último acto de su libertad, pero sé que aquellos estarán pendientes de su padre. En todo caso a mi tío, a todos los ancianos y a sus cuidadores les deseo toneladas de amor, salud y mucha paz; a ellos que se dejan llevar por la corriente al final de sus vidas.