Con el sobresalto como costumbre en los tiempos corrientes, asistimos esta semana a una situación sorprendentemente dramática en el Congreso de los Estados Unidos y sede de sus dos cámaras principales, la de Representantes y la del Senado. El asalto al centro neurálgico institucional de la primera potencia económica y militar son imágenes de una fuerza y crudeza comparable a los atentados del 11S, donde por cierto era el presunto objetivo del vuelo secuestrado 93 de United Airlines.
Ante los acontecimientos visionados en tiempo real, la mente que se supone inquieta rápidamente trata de asumir y analizar los hechos, el origen y las consecuencias previsibles. Los fantasmas de una guerra civil, las repercusiones internacionales y el hecho de que el instigador principal sea nada menos que el propio presidente del país afectado (a los mandos todavía de las fuerzas armadas y la capacidad nuclear), hace que nuestras vidas sean mínimas piezas de un juego que no podríamos controlar.
Paradójicamente y apenas tres días después, la omnipresente pandemia y el temporal Filomena ocupa nuestros noticiarios y el hecho comienza a parecer casi una anécdota. Persistente en mi reflexión, planteo incógnitas pertinentes y entre ellas compruebo que curiosamente la toma del Capitolio no afectó a la estabilidad de los mercados. Si Wall Street y todos los centros equivalentes mundiales siguen adelante con sus funciones, es posible que lo único realmente intocable sea el poder económico, siendo anecdótico o teatral el pomposo escenario de la democracia así como el voto de una masa maleable que ya no tiene interés en preguntarse por las claves de sus propias desdichas.
A pesar de la lamentable cifra de cuatro muertos con tiros a bocajarro espeluznantes, parece extraño el frágil dispositivo policial en un país donde el agente de la autoridad apoya la mano en el arma o deja el dedo del gatillo por fuera del guardamonte mientras te interroga por la supuesta infracción cometida. Hay quién ha mencionado con razonable perspicacia que si los asaltantes hubieran sido el movimiento Black Lives Matter, con toda probabilidad la unidades SWAT o de la Guardia Nacional hubieran tenido mayor celeridad y contundencia.
Estos datos nos vuelven a dejar en el marco de las teorías conspirativas sobre qué o quiénes manejan los hilos del devenir y cuantas tentativas son ejecutadas con éxito o se guardan en el mayor secreto. Intentando describir una posible narración breve y objetiva con lo sucedido, tenemos a un poderoso y acaudalado señor Trump que viene del mundo empresarial y mediático para acceder a la presidencia norteamericana, con un discurso nacionalista y exaltador del WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) que en riesgo social, necesita de un carácter mesiánico que lo redima bajo el lema Make America Great Again. Más de 74 millones de votantes a su favor en una nación donde existe una sospechosa alternancia histórica de dos partidos, no sé si es algo esencialmente democrático como valoración exenta.
Dominando perfectamente los medios de comunicación y con un discurso básico y altanero para destinatarios similares, lleva su trayectoria política como si fuera Harry el Sucio, marcando objetivos en la inmigración, la deslocalización de la producción industrial, la beligerancia militar y un cierto híbrido de economía neoliberal y proteccionismo nacional. Con un blindaje legal que otorga su propio emporio económico, llega a un punto electoral donde su continuidad se ve amenazada por las urnas y como consecuencia despliega una visión de los hechos que acaban en acusación de fraude a los contrarios, momento en el que como “injusticia colectiva” exige e implementa la rebelión de los “verdaderos patriotas”.
A los tertulianos ultraconservadores acostumbrados a la defensa de la referencia del “mundo libre”, se les ha tenido que indigestar una píldora del tamaño de Venezuela o Corea del Norte por lo menos, gestionando imaginativas respuestas a qué es esto del estado de derecho y la democracia internacional cuando pedimos intervenciones en según qué países y esferas poblacionales. La tiranía encubierta parece ser la otra cara complementaria de la democracia diluida, optando por una u otra en función del interés particular.
Ante esta disyuntiva la pregunta sería en qué momento y quiénes están legitimados para el alzamiento cuando la estructura social llega a ser injusta. Añado, definamos justicia e injusticia o cada cual podrá erigirse en el salvador necesario al agravio recibido. Para el sereno progresismo y el sector liberal, este nudo se resolvía con la instauración del discurso parlamentario como garante de libertades y principios, pero aparte de que ello exige un alto nivel formativo ciudadano y un gran sentido de lo común (que suele faltar), parecen haber olvidado que en sus responsabilidades fallidas han permitido la injerencia permanente del establishment económico, lo que a medio plazo destruye cualquier control efectivo de esos ideales. En este sentido, si un pretendido sistema igualitario no otorga los derechos y prestaciones básicas sociales, el individuo buscará la solución en cualquier propuesta ideológica facilona, aunque implique distorsiones de la realidad. En otras palabras, es posible que la política normalizada sea incapaz de aportar las soluciones y por tanto y en parte, responsable de la creación de la bestia totalitaria.
Conviene recordar la crisis económica de 2008, originada por las hipotecas subprime de Estados Unidos y una burbuja inmobiliaria que llevó al colapso del sistema financiero y bursátil en una imparable escalada internacional. Los rescates privados, los recortes públicos y la corrupción política llevaron a movimientos sociales en nuestro país como el 15M, que al menos en su esencia germinal trataron de exponer un hartazgo social que revocara la barbarie impuesta por el capital. Siendo esclavo de mis palabras y sin ánimo de ocultamientos, escribía en 2012 y en este mismo periódico una apología de la convocatoria 25S Rodea El Congreso, entendiéndolo como una respuesta social pacífica y justa para la disolución de las Cortes y la instauración de un proceso constituyente de renovación constitucional. Supongo que no hace falta aclarar qué quedó de aquello y sus tristes derivados políticos o en paralelismos como el caso de Grecia subyugada por la Troika europea.
A estas alturas la dicotomía entre una democracia nonimal y un proceso revolucionario justo y pacífico la tengo tan meridiana como llegado el caso de una inevitable acción no deseable, ponerme a las órdenes del capitán Salgueiro Maia en 1974 en Santarém y no a las de Milans del Bosch y Ussía en Valencia en 1981. Al hilo, en nuestro país ha faltado tiempo para ocultar actuaciones propias y arrojar las ajenas, lo habitual. En los últimos años tanto derecha como izquierda e independentismo han coqueteado en terreno pantanoso con pronunciamientos, llamamientos, escraches, proclamaciones o manifestaciones que incluyen el marco de los parlamentos nacional y autonómicos. Aunque no tenemos equivalentes a Jake Angeli, alias “Yellowstone Wolf” y el movimiento QAnon, al clima de polarización política y desigualdad social creciente, se añaden algunas notas y recordatorios extremistas y fragmentarias que suenan más altas y preocupantes que otras. Si lo mezclamos con características globalizadoras actuales como la banalización cultural y crítica, la alienación digital comunicativa y el desinterés por entender y aportar en lo colectivo, estará garantizado que las presentes y siguientes generaciones vivan peor que las de sus progenitores.