La felicidad invisible

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Álvaro Romero @aromerobernal1
22 jul 2019 / 09:37 h - Actualizado: 22 jul 2019 / 09:53 h.
"Viéndolas venir","Juguetes"
  • La felicidad invisible

Bajando del ascensor de medio lado, encogiendo la barriga y sudando la gota gorda, empujando el carrito del bebé con esa mano izquierda que nos evita dar más trompazos de la cuenta, la cesta de las toallas, la silla de la playa, la sombrilla bajo el brazo, la bolsa de los juguetes y esta mediana mía que siempre se mete por cualquier rendija para salir primero sin mirar siquiera. El señor me sostuvo la puerta con una sonrisa cándida. “No se pueden estar quietos”, me disculpé yo, mientras del otro ascensor salían mis otros hijos, en la alargada edad del pato. “Qué alegría”, se limitó a contestar él, con la mirada perdida. “Los míos están ya...”, añadió, e hizo un gesto con los dedos de ambas manos como de vuelo, de pérdida, de nebulosa, de quién sabe dónde.

Solo me quedó del fugaz encuentro la sonrisa de aquel señor nostálgico y alegre por la alegría ajena, esa que no notamos ahora porque la carne de tu propia carne te hace cansar la tuya, tu espalda, tu cintura, tu tiempo que se ocupa solo en ellos y apenas te da para una reflexión como esta a altas horas de la silenciosa madrugada, cuando ellos respiran y tú los sientes y solo eso te tranquiliza el corazón y piensas una y otra vez, a pesar de los pesares, en que salga el sol por Antequera y te encanta el dicho porque solo oyéndolos respirar, seguros en el tránsito negro de un día al siguiente, comprendes profundamente la frase, más allá de las leyendas que la sostengan.

El caso es que ocurrió hace ya unos días y el gesto aleteante de las manos de aquel señor me vuelve una y otra vez a la memoria, contraída quizás por ese momento, dentro de tantos años, en que yo tenga que imitarlo. Porque la vida pasa deprisa, cada vez más, y ese señor que hacía así con las manos, con la resignación de quien no puede volver atrás, de quien tiene asumido que tus hijos no son tus hijos, como dijo Khalil Gibran en aquel cruelísimo poema, era probablemente yo mismo dentro de quince, veinte años, no más, cuando recuerde ese preciso instante en que uno salía del ascensor sin poder, cargado de niños y de agobios sin ser consciente de que lo que uno cargaba sobre los hombros, sobre las sienes, sobre los huesos, no era más que la felicidad. Llegará ese momento, como llega todo, y uno deberá llorar entonces por la felicidad por la que no lloró lo suficiente tanto tiempo atrás.