Usamos las palabras desde muy niños. Nos morimos después de haber pronunciado millones de ellas. Cada día las escuchamos, las pronunciamos, las leemos o las escribimos. Son las palabras, la construcción de las ideas con su uso, lo que nos diferencia de los demás animales. Y, sin embargo, las despreciamos, las maltratamos; las utilizamos para dañar, con fines grotescos y vergonzosos. Los políticos nos arrebatan desde el lenguaje; las guerras comienzan con las palabras más adecuadas, las lanzamos como si fuesen armas atómicas. El lenguaje es demoledor. Incluso cuando no queremos utilizarlo en contra de nadie, nuestra ignorancia impide un trato amable de las palabras.

Una palabra, una expresión, puede cambiar el mundo entero, el universo; desde luego, la vida de las personas. La autoestima de alguien se derrumba, la tranquilidad en una casa se desmorona. Una sola palabra, un puñado de ellas; son carga suficiente para acabar con lo que parecía eterno, intocable, sagrado, imprescindible.

Ni pensamos en el sentido de la vida, ni, lógicamente, en el sentido de las palabras; en lo que pueden provocar cuando se utilizan desde el odio, el desprecio, la indiferencia o desde el amor. Sea como sea, las palabras son peligrosas. Cuanto más gruesas más terribles; cuanto más bellas más peligrosas.

Las palabras poseen su propia anatomía. Pesan, huelen; son más o menos fuertes o agradables al tacto; su color nos lleva hasta interpretaciones fantásticas, realistas o mágicas. Pero se pueden manipular, se las puede desguazar y volverlas a componer estando ya vacías o llenas de lo que no toca. Dictadas en un tono concreto, silenciadas con un fin determinado; todo puede cambiar sin remedio. El hecho de pronunciar una palabra; aun sin intenciones ocultas, tratando de decir lo que significa realmente; hace que el universo se tambalee. Para bien o para mal.

Una palabra dictada en mal momento o a destiempo labra un futuro no deseado, estúpido. Una palabra negada vacía de esperanza, arranca las cosas que, poco después, morirán sin que nadie recuerde cuál era su nombre.

No podemos usar el lenguaje como si fuera una herramienta, como si lo tomásemos prestado para hacer no sé qué cosa y tirarlo al poco tiempo en el contenedor de lo inservible. Porque el lenguaje somos nosotros mismos; es lo que deseamos, por lo que luchamos la vida entera, el dibujo de nuestro futuro, la explicación de un pasado que nos lleva en volandas. No podemos soltar las palabras sin control, sin el mimo necesario. Una palabra es demoledora o cuestión de vida o muerte. Como mínimo son parte del yo.

Elegir, colocar; dictar con delicadeza, con ímpetu o languidez. Decir, escuchar, leer con suma atención.

De no ser así, seguiremos recibiendo pedradas, golpes inesperados, de los que manejan el lenguaje con solvencia e intenciones lesivas e incurables. Porque la peor de las heridas es la que produce una palabra que se graba en la memoria. Igual que la mayor satisfacción queda incrustada en forma de sílabas colocadas en el orden adecuado.