La insoportable levedad del patriotismo

El vocablo debería estar bajo anatema hasta que los pecados de nuestra historia sean expiados por medio de penitencia colectiva

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27 may 2018 / 21:52 h - Actualizado: 27 may 2018 / 22:16 h.
"La memoria del olvido"
  • Banderas de España y Cataluña en una manifestación en Barcelona. / Efe
    Banderas de España y Cataluña en una manifestación en Barcelona. / Efe

Ya sé que este título no es sino una paráfrasis del de la novela de Milan Kundera La insoportable levedad del ser pero es que allí las acciones de los personajes se definían según fueran los factores históricos, psicológicos, filosóficos... en los que se enmarcaban y eso es lo que, a mi parecer, sucede en España con el patriotismo, un concepto que, de vez en cuando, salta a la palestra intentando abrirse paso como concepto moderno y equiparador de la personalidad colectiva española a la de muchos países europeos para quedar, a la postre, designando únicamente la de –aproximadamente– la mitad de la población.

En lo que la Historia recorrió hasta aquí, el concepto se tintaba además con el color del enfrentamiento con la otra mitad; en España, el patriotismo siempre servió, más que para distinguir entre lo de dentro y lo de fuera, para dejar claro a qué parte de la ciudadanía se pertenecía.

Tal vez en esa palabra, ciudadanía, sea donde esté la clave porque cuando la palabra surge con el significado que se le da ahora, en los prolegómenos de la Guerra de la Independencia, los partidarios del absolutismo renegaron de los vocablos nación y ciudadano para usar y abusar de las de patria y patriota designando con ellas, primero, un territorio distinto desde toda la eternidad al que había parido la Revolución Francesa y, segundo, a todos cuantos se oponían con toda su fuerza a las ideas nacidas de ella y, por supuesto, a quienes las defendieran fuera o dentro de España.

De este modo, aunque tanto los partidarios de redactar una Constitución que por primera vez diera voz al pueblo soberano como aquellos que ponían por encima de todo la legitimidad de Fernando VII al trono, aparentemente estuvieran defendiendo la misma independencia de España ante las invasión napoleónica, el patriotismo no sólo era propiedad exclusiva de los segundos sino que estos consideraban a aquellos unos amigos encubiertos de Francia, unos enemigos de la religión y, por tanto, unos traidores a la Patria: «Religión y Patriotismo salvarán del francesismo», decían las proclamas que se escuchaban en Sevilla a la hora de defender la ciudad de los ejércitos galos avanzando hacia ella desde Madrid.

Como todo el mundo sabe, tras la contienda, fue esto lo que triunfó puesto que el monarca derogó la Constitución redactada y aprobada en Cádiz por los representantes de la España peninsular y de sus colonias y así se vivió aquí hasta que, en 1820, el coronel Riego se alzara en Las Cabezas de San Juan y la Carta Magna se pusiera en vigor durante tres cortos años.

Para reponer el poder absoluto entró de nuevo un ejército francés –los 100.000 hijos de San Luis– cuyas acciones dejaron sin argumento patriótico a los defensores del absolutismo y, aunque ahora los liberales apelaran al amor a la Patria para tratar de crear un frente común que frenara aquella invasión, éste no se enraizó en la gente. A la muerte de Fernando se encendía la I Guerra Carlista que acabaría en 1840 y a la que seguirían otras guerras con los mismos contendientes y otras batallas y pronunciamientos hasta traspasar la raya del siglo XX.

«Por Dios, por la Patria y el Rey (o por Dios, laPatria y los Fueros)...» cantaban los soldados de la boina roja de Zumalacárregui y los integrantes de las partidas guerrilleras del Cura Santa Cruz, dispuestos a dejar España donde siempre estuvo, varada, sin que penetrara en ella un soplo de aire nuevo, sin los dias de gloria que llegaban de la Marsellesa: sólo con la exaltación de aquellos que otros habían vivido en el pasado y se habían convertido en mito.

Después de las guerras dinásticas se llamó al patriotismo para adentrarse en la aventura colonial de las de África que llenaron la segunda mitad del ochocientos y casi el primer tercio del novecientos, sin más sentido que el de crear una casta militarista que, luego, con la boca llena de la misma palabra se alzaría contra el poder legalmente constituído de la II República e impondría un régimen dictatorial para, además, de oprimir a la población, dejar a España atrasada, fuera de la modernidad durante casi medio siglo. Desde hace más de doscientos años y hasta hace cuarenta, cada vez que resonaron las palabras de Patria y Patriotismo en esta zarandeada piel de toro, más de la mitad de sus habitantes se echó a temblar.

Por eso el vocablo patriotismo debería estar bajo el anatema, ser tan secreto como esas palabras que los pescadores no osan pronunciar en su trabajo, hasta que los pecados de nuestra Historia no hayan sido expiados por medio de penitencia colectiva de reponer en todos y cada uno de sus siglos lo que falta y de quitar todo cuanto es mentira. Sólo así se podrá construir una casa común como la de la mayoría de los países europeos y esculpir en la lengua de verdad una palabra –Patria– que pueda ser pronunciada con sentido unívoco por cada uno de los que vivan en ella y se reconozcanpor igual en los manuales de estudio y en la conciencia interior las gestas de gloria y los episodios de ignominia.

Subirse al tinglado nacional de la antigua farsa, como ha hecho Ciudadanos con esa plataforma comandada –con el sólo mérito de ser una persona mediática– por Marta Sánchez no sirve sino para seguir pregonando la insoportable levedad del peso de nuestro patriotismo, obstruyendo la posibilidad de, rellenando esa carencia colectiva, instaurar su reinado