Detrás de este bebé que sostiene un hombre que se dedica a ser Guardia Civil -pero un hombre al fin y al cabo-, había ayer 8.000 personas más a las que su gobierno trata como marionetas, pero que son personas como tú y como yo al fin y al cabo. El bebé, de apenas unos meses -un bebé como los nuestros, al fin y al cabo- no recordará la estampa, ni se reconocerá en ella aunque le digan, tantos años después, que ese bebé era él. No sé si ella. El caso es que le contarán, cuando tenga uso de razón, que él -o ella- no se ahogó aquel día porque ese hombre lo alzó del agua, como con la mano de Dios, y lo salvó de una muerte segura para lanzarlo a una vida casual. Se lo contarán, y a él -o a ella- le parecerá un cuento ajeno. Los demás sabremos que no es cuento.
No es ningún cuento lo que está ocurriendo: que un gobierno amenace a otro usando a gente como arma, utilizando a su propia gente -bebés incluidos- como maldita munición contra otra gente. Y entre esta gente -nosotros- la hay que hoy se está frotando las manos porque puede gritar que es verdad, que Marruecos nos invade, que a la vista está, aunque lo que no esté tan a la vista y sea mucho más cierto, sin embargo, sea que en el siglo XXI se pueda usar a un bebé como arma arrojadiza y que su salvación dependa de la buena voluntad no de ninguna institución acorralada -que siempre puede hacer un informe justificativo de los efectos colaterales de los que nadie tiene culpa- sino de un hombre que casualmente era Guardia Civil y afortunadamente le latía el corazón al mismo son que al bebé: a ese ritmo frenético de los humanos cuando descubrimos en el match point entre la vida y la muerte que sí, que estamos hechos de la misma carne. Menos mal.
Pero el asunto es triste, tristísimo. Porque el bebé, carne mínima, elemental, de lo que significa ser humano, pende en la superficie del agua como carnaza de un estado contra otro, y esas gotas de agua que en la imagen no apreciamos si es que llueve sobre mojado o son los salpicones mismos del mar embravecido, y con razón, representan en todo caso el agua ventolera que todo lo lava, lo enjuaga, lo olvida, lo borra como si nunca hubiera pasado. Tenemos que esforzarnos por recordar ya a aquel niño turco, Aylan, que fue un bebé de carne y hueso convertido luego en icono de las justas causas más prometedoras.
Resulta tremendamente creativo y sentimentaloide, es decir, cínico, convertir en arte desde Occidente lo que en puridad no es sino falta de ecologismo con Oriente, falta de vergüenza torera del Norte con el Sur, miseria empedernida por los siglos de los siglos.
La imagen, por efecto de la marea, inunda las redes desde ayer, pero en esas redes quedaremos atrapados una vez más, sin que nadie sepa nada no solo del bebé dentro de un mes, un año, una vida, qué sé yo, que también me tendré que ir, sino de las razones profundas por las que un gobierno juega con otro al poder sin importarle absolutamente nada la vida de gente que vale exactamente lo mismo que la gente que gobierna. Sin que nadie sepa por qué sigue habiendo gente que sigue pensando en su derecho a vivir aquí o allá frente al derecho de estos o aquellos seres humanos a los que el azar maldijo con nacer o morir allí o más allá, al otro lado de esa conciencia asesina que hoy considera, fríamente, que la única solución es no rescatar a nadie para que dejen de venir, porque con tanta invasión no podemos.
Es cierto: llevan años invadiéndonos, pero no de vidas ansiosas por vivir, sino de podredumbre contra la vida misma. Llevan años y algo están consiguiendo.