«La isla de las tentaciones» es un programa, sobre todo, prescindible. Ni aporta nada, ni resta nada, ni nada de nada. Está vacío. Eso sí, «La isla de las tentaciones» despierta los instintos más machistas que uno puede imaginar. Entre hombres y mujeres. Es curioso ver cómo muchas de las mujeres que reivindican sus derechos con fuerza y razón caen en la trampa que ofrecen las cadenas de televisión.

Es un clásico eso de que si es un hombre el que comete una deslealtad con su pareja este es un machote, un portento de la naturaleza. Si es una mujer la que es infiel se le tacha de golfa, promiscua o cualquier otra cosa insultante. Pues bien, echando un vistazo a las redes sociales o escuchando cualquier conversación en las barras de las tascas, podemos afirmar que seguimos siendo lo mismo que hace cincuenta años. Machistas recalcitrantes que, además, esperan el desastre para que la situación dé la razón a los que siguen pensando que la culpa de todo es de las mujeres, es decir, a ellos.

Una tal Fani ha sido infiel a su pareja a los quince minutos. Y las audiencias se han disparado. Queremos ver la cara que pone ese muchacho que lloriquea y grita el nombre de su amada en los vídeos promocionales. Queremos saber hasta dónde puede llegar esa mujer. Queremos saber si alguna más caerá en la tentación y tendrá un affaire con alguno de los pretendientes que buscan las vueltas sin parar a las mujeres casadas que han decidido poner a prueba su amor de este modo. ¿No queda raro esto de tener que poner en juego tu relación por si las moscas?

Comprendo que busquemos vías de escape a nuestras preocupaciones; comprendo que no todo el mundo tenga que hacerlo escuchando a Chopin o leyendo a Faulkner. Comprendo que lo que necesitan millones de personas es buscar y encontrar historias cotidianas protagonizadas por personas con las que se puede empatizar. Pero lo que ya no asumo es que se pierda el norte y se normalice algo que es cochambroso. Sí, asistir al derrumbe de una relación como si estuviéramos en el circo romano es cochambroso.

Mirar por el ojo de la cerradura siempre fue un acto lamentable y sucio que decía mucho del que lo hacía. Y si el ojo de la cerradura ahora es una pantalla de televisión sigue siendo algo vergonzoso. Que lo hagan millones de personas no lo convierte en algo bueno. Es, sencillamente, lamentable. Y nos hace peores. Mucho peores.