De niño, mi padre me llevó muchas veces al Campo del Gas de Madrid. Allí, los viernes, se celebraban combates de boxeo y de lucha libre. Tuve la suerte de ver pelear a Pedro Carrasco, por ejemplo. Y tuve la fortuna de disfrutar con Hércules Cortés, un tío enorme que hacía lucha libre. En una ocasión, al acabar su pelea contra un adversario mexicano que había llegado para ‘arrancarle la cabeza’ y que regresó a su país habiendo recibido un palizón de miedo, Hércules Cortés me saludó. Me dijo: ‘Eh, chaval, ten cuidado al dar la mano, casi me derribas’. Por supuesto era mentira. Como también era mentira que el mexicano hubiera recibido la paliza de su vida, como era falso (alguna vez que otra) que los combates de boxeo los ganasen los mejores.
Si algo tenía la lucha libre era que uno se lo pasaba de miedo aunque supiera que todo era falso hasta la médula. Eso es algo que interiorizan los aficionados desde el primer momento.
Pues eso pasa, me temo, con «La isla de las tentaciones», ese programa en el que un grupo de jóvenes ponen a prueba su fidelidad con la pareja cosechando un gran fracaso tras otro.
Una de dos, o los jóvenes que participan en el programa no tienen ni pizca de dignidad o son bobos o están interpretando el papel de su vida. Si a eso le añades a unos montadores excepcionales que saben elegir la imagen y el lugar exacto que debe ocupar en cada programa, el resultado es un programa vacío que resulta divertidísimo y que no te importa ver porque no hace daño.
Nunca antes un programa dedicado a las cosas del amor (no del amor puro y verdadero sino al amor casposo que dicen sentir unos descerebrados que solo quieren ser famosillos y aparecer en los platós de televisión aunque a cambio tengan que renunciar a su dignidad), nunca antes, decía, se había emparejado el amor de forma tan sutil con la lucha libre de Hércules Cortés o con el pressing catch de John Cena o El enterrador.
Poesía pura.