La lección de un niño

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Álvaro Romero @aromerobernal1
15 feb 2020 / 10:33 h - Actualizado: 15 feb 2020 / 10:35 h.
  • La lección de un niño

Ha ocurrido en Asturias, durante uno de esos partidos de alevines que tantos padres se toman como el ensayo bélico para que sus hijos terminen el máster de soberbia y machismo que a ellos no les dio tiempo en su niñez. Como tantas veces hasta el tópico, muchos padres gritaban cosas insolentes y desproporcionadas a una árbitra, una chica de 19 años que rompió a llorar. Y fue entonces cuando el jugador de 11 años se enfrentó al respetable que no respetaba para espetarle: “Callad y dejad a la árbitra tranquila de una vez, ¿no veis que está llorando?”.

Solo entonces se produjo el milagro, porque los gritos e insultos cesaron de repente y algunos adultos se lanzaron a animar a la árbitra, que ahora no sabe cómo agradecerle el gesto y la frase al chico, tan valiente, tan maduro, tan comprometido, tan adulto, tan ejemplar.

Los niños, que, como los locos y los borrachos en la literatura, dicen tantas veces la verdad, nos abofetean tantas otras con la verdad en la cara, con las verdades del barquero, con las verdades imprescindibles, con la única verdad del existir que tantas veces se nos olvida en esta sociedad acelerada de frivolidades inútiles. Que un niño en un partido multitudinario, y encima siendo uno de los jugadores, fuera el que gritara que a la árbitra había que dejarla en paz es como un niño real en el cuento del rey desnudo, como una voz de nuestras conciencias colectivas y olvidadas que viniera a recordarnos que sí, que las chicas también pueden jugar a fútbol, o arbitrar el juego, o jugar a lo que les dé la gana, como los chicos, y que, chico o chica, en un espectáculo que solo es un juego no caben esas actitudes ni machistas ni maleducadas, porque en el fondo del juego, de la socialización y de la civilización que nos ha traído hasta el siglo XXI radica el respeto exquisito por nuestros semejantes que tantas veces se nos olvida en el acaloramiento del que solo un niño nos puede sacar, gritándonos la verdad hiriente desde el terreno de juego. Y eso, más que una vergüenza -que también- es un milagro reciclador de nuestra especie.