Llega un momento en el que el cuerpo te exige decir siempre la verdad. Ya, no será el cuerpo, sino tu mente, el espíritu, el alma, lo que sea. El caso es que llegas a una edad en que no es que pierdas diplomacia, o mano izquierda, o cortesía. No. Es otra cosa. Es la absoluta conciencia de que todo eso en dosis inadecuadas, no saber decir no cuando es absolutamente no, en puridad, es ser deshonesto contigo, con los demás, con el mundo. De modo que aprendes, a marchas forzadas, pero aprendes, a llamar a las cosas por su nombre sin perder la educación. Supongo que ese proceso tiene mucho que ver con la maduración total, y me alegro, porque alguna satisfacción tenía que tener seguir cumpliendo años, al margen de esa experiencia que uno esgrime siempre como otra cortesía más.
Los viejos parecen estar presos de la edad, de la poca edad que les queda por vivir, de esa seguridad de escasos años que les restan por delante, y sin embargo, gozan de una libertad inusual en sus vidas ya casi vividas y que otros quisiéramos tener. Algunos se refugian en que han perdido la cabeza, dicen. Y no es verdad. La libertad de la edad consiste en poder llamar por fin a las cosas por su verdadero nombre sin andar con el cuidado incompatible de no herir sensibilidades allá donde ni te preguntaron. Esa libertad expresiva no solo consiste en no tener ya nada que perder porque ciertamente les quede poco en el convento, sino en la profunda certidumbre de que ningún paño caliente a las verdades del barquero beneficia a la larga a nadie, que más vale una vez colorado que ciento amarillo, que hay que desacostumbrar a los demás a que les digamos las medias verdades que quieren escuchar. Y ese aprendizaje individual también debería ser un aprendizaje social, una dinámica de grupo, que se dice ahora.