Llevamos demasiado tiempo perdiendo el norte. Y lo más preocupante es esa sensación de haberlo perdido más en una situación tan grave como esta pandemia mundial. Que en Madrid haya partidos de los que venían a regenerar la política que se dediquen a luchar contra un mural que reivindica la lucha justa de tantas mujeres por la igualdad de todos, o que en Sevilla haya otros que entiendan que un mural con La Macarena atenta contra la Constitución es la constatación innegable de que estamos dominados por la gilipollez más absoluta. Ni siquiera con millones de muertos sobre la mesa, y los que quedan, hay lucidez para darse cuenta de que nuestra libertad no se coarta porque una Virgen a la que se agarran millones de creyentes adorne el pasillo de un hospital o porque una quincena de mujeres que han hecho historia ilustre un muro urbano, sino precisamente por el obcecado discurso de quienes están empeñados en cortarnos a todos con la misma tijera de su pobre miopía. Por su culpa sí que estamos perdiendo libertad y raciocinio y sentido común.
Este tipo de personajes que tienen estómago y tiempo para dedicarse a estos debates absurdos, y encima tan inoportunamente, demuestran hasta qué punto la democracia también alimenta alimañas desagradecidas con el sacro principio de libertad en el que han tenido el privilegio de crecer. Con estas actitudes infantiloides de protestar contra todo lo que no sea de su gusto, retorciendo constantemente los principios que nos sostienen como sociedad tolerante en la que puede y debe haber espacios para la diversidad, se demuestran por desgracia demasiadas cosas desagradables: primero, que la pamplina no es patrimonio de la izquierda o la derecha, sino que en todos las ideologías cuecen habas, y cuanto más extremas, más aún; segundo, que estos advenedizos de la izquierda y la derecha ridiculizan a ambas posturas políticas porque focalizan asuntos que nada tienen que ver con los retos políticos de veras, que deben apuntar a mejorar la vida de la mayoría de la gente, y de las minorías también; y tercero, que el dicho de que los extremos se tocan se demuestra en pataletas de este tipo con las que el único consuelo es que se quede aquí la demostración de un fascismo que en otras tesituras nos hubiera quitado de en medio a más de uno que no somos de su agrado.
Hay entre ambos murales un común denominador que a mí me parece emocionante frente a tanto odio sin justificación: todas las protagonistas son mujeres grandes en sus circunstancias, y todas han hecho que el mundo fuera un poco más grande, más diverso y más feliz. Desde aquella Rosa Parks que se negó a levantarse del autobús porque fuera negra y se lo pidiera un blanco, y con ese gesto rebelde atizara la esperanza de la igualdad entre las razas de todo el mundo, hasta la Esperanza con mayúsculas de una Virgen que, sin embargo, fue capaz de parir a un Dios, que hasta entonces había estado en manos exclusivamente de los hombres, como todo. Que las mujeres que acompañan en el mural madrileño a Rosa Parks sean todas heroínas por la igualdad y que esta guapa Virgen sevillana tenga la osadía de llamarse Macarena me parecen guantadas sin manos contra quienes solo piensan en abofetear de veras a quienes no piensen exactamente como ellos. Así que, contra este fascismo ramplón, lo mismo me vale la Macarena que Rigoberta Menchú.