Viéndolas venir

La rebeca de Kurt Cobain

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Álvaro Romero @aromerobernal1
31 oct 2019 / 08:13 h - Actualizado: 31 oct 2019 / 08:17 h.
"Viéndolas venir"
  • La rebeca de Kurt Cobain

Hace 25 años, después de que el cantante de Nirvana se quitara de en medio como lo habían hecho todos los líderes románticos desde el siglo anterior, a mí me dio por escuchar las canciones del Unplugged. Supongo que sería la marca de una época de la que tampoco yo pude sustraerme. Un amigo me había ilustrado sobre la estética y los modos del grunge en la cochera de su casa, donde aceptamos escoba por guitarra. Otro del instituto quería parecerse tanto al vocalista de Nirvana que, incluso tocando la batería, se había dejado colgando la misma melenita rubia y aquella sonrisa de pirado. Pero entonces todo sonaba de otra manera. El Zaragoza era capaz de ganarle al Arsenal, Miguel Indurain seguía ganando el Tour de todos los veranos y Los puentes de Madison era la película que debías ver con esa chica con la que querías salir en serio. En fin. Ricky Martin estaba a punto de convertirse en superventas, pero aún estábamos en la época anterior. Seguro que los de mi quinta me entienden.

El caso es que yo, como todo el mundo, también la vi. Me refiero a aquella rebeca que llevaba en los conciertos. Una pelliza, hubiera dicho mi abuelo sin acierto léxico. Mi abuelo, que acostumbraba a llevar la chapona al hombro cuando todavía existía el bar Valencia. A aquella rebequita verdosa y con pelotitas que llevaba Kurt Cobain no creo que nadie le dijera aún cárdigan, como luego se ha extendido. Las palabras marcan también las épocas. Mi madre reservaba una rebeca parecida, pero más cuidada, para cuando íbamos de males, es decir, al médico. Al parecer, a la rebequita de Kurt Cobain le faltaba un botón, tenía algunas manchas de procedencia desconocida y un par de quemaduras de cigarrillo. Es muy probable que el artista la hubiera comprado de segunda mano y tuviera ya entonces varios lustros. Es probable que hubiera costado algo así como doce o catorce euros. Una prenda del Zara, diríamos hoy. Nunca nadie la había metido en la lavadora.

Pues bien: la prenda la acaba de comprar un tipo, en subasta, por 300.000 euros. El vendedor la había comprado a su vez por casi la mitad de ese dinero. No es broma. Tampoco lo es lo que cobran los futbolistas. Ya saben que vivimos en una época de crisis de las noticias porque cuesta sorprender y ya nadie se espanta de nada. Sobra la demagogia de lo que podríamos hacer con ese dinero en un mundo inundado de pobres. La pobreza de espíritu es peor.

Yo, finalmente, me libré de estos fanatismos porque justo en aquellos días en que rebobinaba las cintas de Nirvana con un boli Bic para volver a escucharlas, encontré en el cajón del mueble bar de mi casa otras cintas olvidadas en las que cantaba otro peluso con los pies más en la tierra. Por lo menos en la mía. También había muerto antes de lo debido y creó fanatismos parecidos, pero a mí solo me cautivó la verdad sin precio de su cante. Se llamaba José Monge Cruz y tampoco levantaba la vista del suelo. Le pedí permiso a mi madre para escucharlas y ella me lo dio mientras se abotonaba la rebequita del médico que ya era de uso diario. Hasta hoy.