Todas las recomendaciones de los expertos sanitarios y gobernantes animan a quedarse en casa y salir lo menos posible para evitar el contagio o contagiar a alguien. No es mal consejo, porque el asunto es serio. Algo hay que salir porque hay que hacer la compra, aunque vivas en el campo, como es mi caso. Un familiar mío decía que el que tuviera un cacho de tierra nunca se moriría de hambre porque el campo es generoso. No es que tenga un olivar, solo una parcela de pinos, pero por aquí hay espárragos, caracoles, cabrillas, tagarninas y algunas cosas más. Si compras garbanzos, papas y huevos de campo, que los venden cerca de casa, le pueden ir dando al supermercado y podemos aguantar encerrados más que un martillo enterrado en manteca. Todo esto pasará, a pesar de lo feo que lo ponen algunos medios de comunicación. Lo importante es salvar la vida y no poner en riesgo la de los demás. Esta mañana tendré que ir al pueblo a un asunto importante y será inevitable estar cerca de las personas. Por estas tierras somos muy efusivos, mucho de tocarnos, de estrecharnos la mano, besarnos o abrazarnos, y esta vieja costumbre habrá que aparcarla de momento. El campo da seguridad, siempre ha sido así. Mi abuelo Manuel era de campo, de los de gorra, botas llenas de barro y navaja en el bolsillo, y solía decir que era el sitio más seguro del mundo para vivir. “La ciudad es solo para arreglar papeles”, me dijo una mañana en Mampela. Él iba solo a eso, a la Caja Nacional o el médico, y cuando nos tuvimos que venir a Sevilla a buscarnos la vida, lo primero que dijo al llegar a la casita de vecinos fue que se sentía como en una lata de aceite vacía. Murió con 87 años pensando en los olivos de Arahal y Palomares. Así que hay que quedarse en casa, vivamos en la ciudad, la playa o el campo. Seguir al pie de la letra las recomendaciones de las autoridades hasta que acabe esta pesadilla.