Tal día como ayer, de hace cien años, nació el artista más grande que ha dado Sevilla, Antonio Ruiz Soler El Bailarín, alumno de Realito y niño mimado del Maestro Otero, Juana la Macarrona, Fernanda Antúnez y La Malena. Nació en la calle Rosario, donde Silverio tuvo su último café, el Salón Silverio, en cuyo local estuvo luego el almacén de la célebre Farmacia El Globo, en la calle Tetuán. En esta sonada calle, Rosario, nació también un hijo de Silverio, el impresor Juan Silverio Domínguez Conde, nieto del torero y cantaor El Isleño, de San Fernando, e hijo de Juan de Dios Domínguez Jiménez, director del Café Filarmónico, conocido popularmente como el Café de Juan de Dios.
A Antonio le gustaba que le hablaran de estos artistas y personajes de la Sevilla de su infancia. De El Carbonerillo, el genio de la calle Sol y muerto en la Macarena con 31 años, comido por la tuberculosis pulmonar. De Lamparilla, el hijo del gran guitarrista Maestro Pérez, el malogrado bailaor de la calle Alcalá, hoy Divina Pastora, devorado también por la tuberculosis. De Juana Antúnez, la hermana de Fernanda, que después de enamorar con su baile jerezano a toreros, mafiosos y políticos, se fue a su tierra para suicidarse arrojándose desde la azotea del asilo en el que vivía. De las Coquineras del Puerto, las hermanas que revolucionaron el baile flamenco en la Alameda de Hércules. Y de Manuel Torres, el genial cantaor jerezano que murió pobre y también tuberculoso en la calle Amapola, 4, rodeado de sus niñas, dos galgos, varios pollos de pelea y un jumentillo siempre amarrado a la puerta de su accesoria, al que apodaron El Exprés de Cádiz.
Antonio disfrutaba con estas historias de una Sevilla a la que casi nunca entendió del todo. A lo mejor por eso, su tumba está como escondida detrás de los servicios del Cementerio de San Fernando de Sevilla, donde apenas la ve nadie. Un día de 1986 almorcé con él y otros artistas y amigos en Casa Salinas, en la Judería cordobesa, y se emocionó mucho cuando le conté que uno de sus ídolos, el cantaor Tomás Pavón, el hermano menor de la Niña de los Peines, era un loco de Chopin, leía novelas de amor y se fabricaba sus propias jaulas y cañas de pescar en la habitación de la Plaza de la Mata que su hermano Arturo y su cuñada Eloísa Albéniz le habían dejado para que viviera tranquilo.
Estos días están homenajeando a Antonio nuestra ciudad y desconozco si van a hablar algo sobre la Sevilla del genio, la que le dio el carácter y el coraje, las ganas de ser artista y el arte. Pocos artistas de Sevilla han sido tan sevillanos como Antonio, del que un día dijo Manuel Vallejo: “Este niño tiene dentro el Café del Burrero”. Y era verdad. Antonio bailó siempre mirando al mundo, pero desde Sevilla, desde la Alameda de Hércules, el Barrio de la Feria y Triana. Cien años hace que nació y aún vive quien definió a Sevilla como un merengue salado.