Dicen que los ángeles no tienen sexo pero «La Trianera» tenía dos. Justo en el día de tu día, te marchaste sin hacer ruido y haciendo el bien de los tuyos.
En silencio, de manera discreta como fue tu (otra) vida a la que no quisiste renunciar por ser el necesario e inmerecido Ángel de la Guarda de un núcleo duro en desestructura familiar.
Ángeles, vendía (su) carne en el mercado de c/ Vulcano, la cama aparte. Y Winston (niño, del águila, el del Peñón) desde la ventana del pisito bajo de su abuela, que un comandante que se la licenciaba, le puso en el Polígono hace más de 50 años.
También sacaba pasos, muchos, por una perras necesarias para vivir. Lo hizo desde los profesionales siendo casi un niño y con el cuerpo a medio hacer, sufriendo los dolores de meter riñones tras una tarde de mercadeo corporal en su puesto de La Alameda, hasta que no pudo ocultar sus poderosas razones que tanto le obligaban a trabajar.
Todo lo poco que ganaba era insuficiente para sacar adelante el mantenimiento de su oficio (chapa, botox y pintura) así como a una abuela-madre deprimida en los tiempos de un mantenedor en el olvido; a dos hermanos que llegaron en una mala Nochebuena y que se convirtieron en parásitos esclavos del veneno por la nariz, y a un padre que lo único que le regaló en su vida fueron palizas, producto de su propia negación para aceptar que su Ángel de ojos azules y pelo zaíno, era hijo de varias botellas de vino y de una rubia platino trianera que salió a por tabaco y que nunca volvió.