Opinión

Álvaro Romero

La vergüenza de Antonio Machado

Cada 22 de febrero me asalta una de las más rotundas vergüenzas históricas de nuestro país: que el poeta que más nos entendió como nación, Antonio Machado, muriese exiliado como un perro al otro lado de los Pirineos cuando aquí estaba terminando esa guerra incivil por la que el fascismo nos iba a enterrar durante demasiadas décadas. Pienso en estos días de febrero con rabia contenida, con vergüenza histórica ajena, ahora que se cumplen 84 años de la muerte del autor de Campos de Castilla y sus restos continúan allí, al otro lado de nuestro país... Precisamente 84 años tenía la madre del poeta, Ana Ruiz Hernández, que atravesó la frontera para morir tres días después de su hijo y después de haberle estado preguntando, enajenada por los fríos laberintos de la memoria, si faltaba mucho para llegar a Sevilla...

¡Ay, Sevilla, tan lejana, donde hacía tanto había madurado el limonero! Ella, la maestra Ana Ruiz, hija de un confitero de Triana, había nacido un 28 de febrero de 1854 -qué premonición para una andaluza tan clara- y tuvo que morir, olvidada de todos, un 25 de febrero del peor año del siglo XX español. Qué vergüenza más grande para todos. Allí siguen el poeta y su madre, refugiados como cuando se tuvieron que marchar de un país, el nuestro, que no era decente y había que callarlo porque, como dijo Alberti en aquel “Nocturno” de De un momento a otro, aquí solo mandaban las balas. El poeta de El Puerto lo había avanzado dos años antes de que muriera el maestro Machado, con quien compartió vergüenza y versos en aquel congreso de poetas antifascistas de Valencia: “Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste, / lo desgraciado y muerto que tiene una garganta / cuando desde el abismo de su idioma quisiera / gritar lo que no puede por imposible, y calla”.

El propio autor de Soledades, desde las galerías de su propia alma tan profeta, lo había consignado siendo tan joven aún, demostrando que había radiografiado la esencia de nuestra nación para sacar su triste conclusión emblemática: “Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios; / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Para corazón helado, el suyo, que sigue tan lejos, víctima de nuestra frivolidad histórica, de nuestra indiferencia con las auténticas cosas del corazón.

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