Viéndolas venir

La vergüenza de las leyes educativas

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Álvaro Romero @aromerobernal1
25 dic 2020 / 13:24 h - Actualizado: 25 dic 2020 / 13:28 h.
"Matemáticas","Educación","Religión","Viéndolas venir","Política","Idiomas","LOMCE"
  • Foto: EFE
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Como cada lustro, aproximadamente –porque ni para eso hay rigor-, nos ha caído otra ley educativa encima, y, como todas, nos llueve desde ese cielo infernal en que se ha convertido el ecosistema político de este país, ese conglomerado elitista en el que conviven profesionales de toda ideología unidos en el fondo por el común denominador de pagar para sus hijos la educación que cada cual prefiera. No se puede decir que sea la enésima ley educativa porque 40 años de democracia no han dado para tanto aún, pero sí la octava. Recitar sus nombres nos puede sonrojar: Loece, Lode, Logse, Lopeg, Loe, Lomce, Lomloe. Haga usted la prueba, recite la retahíla y verá como es verdad lo de la vergüenza ajena. Loece, Lode, Logse, Lopeg, Loce, Loe, Lomce, Lomloe. Pruebe otra vez.

Pero más allá del ridículo soniquete de todas esas siglas, que combinan unos cuantos conceptos a la manera de un trilero –orgánica, reguladora, derecho, ordenación, mejora, evaluación y otras palabras vaciables con el tiempo-, lo más preocupante es la constatación de tres aspectos indiscutibles: primero, que tampoco esta última ley está llamada a ser definitiva –solo me refiero a que durara unas cuantas décadas, como en otros países-, sino que se cambiará en cuanto cambie el gobierno; segundo, que no está en la voluntad general de la política española buscar un acuerdo nacional para una ley educativa; y tercero, que sigue habiendo buenos maestros y buenos alumnos a pesar de tantas leyes como se solapan para dejar un reguero de papel mojado y presupuesto malgastado por las comunidades educativas de todo el país.

Lo verdaderamente triste de todas las leyes educativas es que no tienen a la Educación como centro de su texto, sino a esa lucha subterránea pero indisimulada entre las dos Españas que vaticinó Machado y de la que nuestros hijos siguen siendo víctimas pese a que nadie les haya preguntado nada. Lo mismo que a los docentes, que contemplan perplejos el cambio de terminología con la esperanza simple y firme de seguir enseñando sobre ese cañamazo que le mueven cada dos por tres.

Lo verdaderamente triste de todas las leyes educativas es que el debate, invariablemente, gira sobre los mismos pivotes que nada tienen que ver con la Educación de veras, sino con la perspectiva ideológica de quienes solo ven en la Educación un cúmulo de intereses: la absurda lucha entre educación pública y educación concertada; la absurda lucha entre los valores transversales con que cada época ha de empapar todas las materias y ese afán transversal de que la Educación no cale de veras en las relaciones transversales de cada familia; la absurda lucha entre la religión considerada como catequesis en los templos del raciocinio y la religión como asignatura evaluable; y, la más triste y absurda de todas las luchas, ese afán por abaratar la Educación hasta que el alumnado termine formando un tapón universitario o por encarecerla hasta el punto de que las clases más desfavorecidas la abandonen lo antes posible.

Y al margen de esas luchas, ¿qué ley se va a preocupar por la lectura comprensiva, por la expresión juiciosa y el juicio crítico, por la imprescindible mejora en matemáticas y pensamiento científico, por el dominio de los idiomas sin el concurso de las academias de pago?